Alguien dijo que la utopía está en el horizonte. “Sé muy bien que nunca la alcanzaré, sé que si camino diez pasos en su dirección, ella se alejará diez pasos. Sé que cuanto más la busque, menos la encontraré. Se va alejando en la medida en que yo me acerco.”
Entonces ¿para qué sirve la utopía? Sirve para eso, para caminar.
El término se dio a conocer a partir de la aparición del libro de Thomas Moro “Utopía”, que describe la sociedad ideal de una isla imaginaria. Desde entonces, y dado que este ideal es irrealizable en la práctica, el concepto de utopía adquirió un carácter metafórico, pasando a designar las doctrinas sociales y los proyectos quiméricos.
En contraposición con la utopía donde todo funciona a las mil maravillas, la distopía no enfoca la ciencia y la técnica como fuerzas que contribuyen a la solución de los problemas globales y a la creación de un régimen social justo, sino como medio de esclavización del hombre.
El relato distópico nos presenta una hipotética sociedad futura caracterizada por la pobreza masiva, la desconfianza pública, el estado policial, la miseria, el sufrimiento o la opresión donde, o bien por la deshumanización de la misma, a causa de un gobierno totalitario o por el control intrusivo que la tecnología ejerce sobre el hombre, el individualismo se degrada en favor del pensamiento único. O sea, un mundo de pesadilla, donde quien se salta las reglas, corre el riesgo de ser aniquilado.
Las primeras novelas distópicas aparecieron a fines del XIX. Y son tres los títulos de referencia que han inspirado a la mayoría de los que han venido después: “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury y “1984” de George Orwell.
En realidad, las historias distópicas son una protesta contra ciertos sistemas de gobierno o ideales sociales extremistas que acaban resultando peligrosos. Precisamente este aspecto negativo sirve como llamada de atención con valor didáctico al representar lo que podría suceder con la humanidad en el futuro, si no se tiene cuidado.
Cada época tiene unos problemas que la identifican. Mientras que en los siglos XVIII y XIX había una gran preocupación por las pestes, las plagas o las enfermedades venéreas, el siglo XX fue el de las grandes guerras mundiales, la incertidumbre ante la eugenesia (la manipulación de la herencia genética para mejorar las futuras generaciones) o la amenaza robótica. Hoy en día, a preocupaciones de este tipo se agregan otras como la discriminación sexista, la dictadura tecnológica, el cambio climático o las distintas formas de violencia, temas supeditados al problema central: los sistemas de control que ejerce el poder en las sociedades. Las obras distópicas abordan este asunto.
Este tipo de narrativa se presenta como un género fronterizo de los márgenes que imponen la fantasía y la ciencia ficción. El miedo, la coacción y la falta de libertad son sus elementos principales. Horribles escenarios deshumanizados, faltos no sólo de dicha y justicia, sino de dignidad.
Otras características de este género son la presencia del dolor y de la presión psicológica, la alienación del individuo, ya sea por adoctrinamiento o por el uso de drogas que le privan de la capacidad de sentir o emocionarse, un evidente halo de pesimismo, la presencia de un antagonista inflexible y malvado, así como la de un protagonista que puede abrir los ojos a la realidad y rebelarse ante su destino y el de los que le rodean.
La ficción distópica se refiere a una sociedad que pretendiendo felicidad, hace sufrir sistemáticamente a sus ciudadanos o los degrada a un olvido irreversible. Muchas novelas combinan ambas, a menudo a modo de metáfora de las opciones que puede tener la humanidad para terminar con uno de los dos futuros posibles.
Aunque la distopía es crítica, creo que también puede ser conservadora. Pretende sacudir, pero a veces incluye un discurso sobre el deterioro de las costumbres y los valores, sobre lo dañino de ciertas formas de progreso, que pueden tener un fuerte aire moralista y funcionan con toda la contundencia de los sermones religiosos.
Durante los últimos años, en el género de la ciencia ficción, ha surgido un grupo de libros juveniles distópicos. Historias reflexivas en las que se combinan aventura, intriga o romance con ciencia ficción.
Algunos ejemplos famosos de esta literatura: “La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, “Los juegos del hambre” de Suzanne Collins, “Nunca me abandones” de Kazuo Ishiguro, “La carretera” de Cormac McCarthy, “El corredor del laberinto” de James Dashner, “Despierta. Across the Universe” de Beth Revis, “Sumisión” de Michel Houellebecq o la saga “Delirium” de Lauren Oliver y sus adaptaciones televisivas.
Lamentablemente, las distopías arrasan en el mundo literario y en Netflix. Pero ¿qué es lo que atrae tanto de los futuros post-apocalípticos de estas historias? Tal vez la respuesta sea que queremos aprender de ellas antes de que comencemos a vivirlas en carne propia, cuando aún hay tiempo de evitarlo.


