Su vida acabó el día que lo secuestraron.
Mujer, hijos, padres, empresa familiar, amigos, todo se desvaneció en la nada.
Su única preocupación pasó a ser su supervivencia, su único mundo la habitación estrecha y baja donde lo habían encarcelado cuando lo trajeron maniatado y con una venda en los ojos, después de sacarlo a empujones del coche en el aparcamiento del polígono industrial.
Desde aquel día no había vuelto a ver persona alguna.
La comida se la dejaban en una especie de ventanuco que giraba, como los antiguos tornos de los conventos donde dejaban los niños expósitos, por lo cual ni al recibir la bandeja, ni al enviar el cubo con sus necesidades, podía vislumbrar la cara de alguno de sus captores.
Tampoco había palabras en el aire, salvo las suyas, porque lo que querían comunicarle se lo transmitían por escrito a través del mismo cerramiento.
De todas formas, las veces que se habían comunicado con él eran tan pocas, que podía contarlas con los dedos de una mano.
El tiempo era un suplicio añadido al de no tener contacto humano alguno.
Al principio no había tenido la precaución de contar los días transcurridos, tal vez por estar demasiado angustiado, tal vez por la ilusión, que no quería desechar tan rápidamente, de ser liberado en un lapso corto de tiempo.
Sólo al cabo de diez o quince días y cuando su mente se convenció de que aquél sería su hogar por bastante tiempo, empezó a marcar en la pared unas rayas verticales en grupos de siete, para ir midiendo las interminables semanas pasadas en soledad.
No le faltaba comida ni bebida, sólo un día le faltó la cena y supuso que se habían olvidado de traerla.
Tuvo días de desesperación absoluta en los que pedía a gritos que lo mataran para dejar de sufrir, y días en que el terror de ser asesinado le mantenía acurrucado en un rincón, sin apenas moverse para no molestar a los seres invisibles.
Entre tantos momentos angustiosos hubo un instante de felicidad suprema que recordaría toda su vida.
Fue el día que descubrió una minúscula rendija en la pared opuesta a la puerta de entrada, esa que nunca se abría.
Y pegando el ojo al agujero vio el mar y el cielo, como nunca antes lo había visto.
Sintió aquel paisaje vertical, mínimo, como la mayor bendición recibida en muchísimos años.
La rendija era tan estrecha en la pared de piedra muy gruesa, que apenas podía ver aquel trozo perenne de mar.
Aunque nunca veía ni un pájaro, ni un barco que surcara el azul, ni un pez que saltara de las aguas.
Pero era el mar, tranquilo a veces, borrascoso otras.
Y el contemplarlo le llenaba de un gozo increíble.
Era como si de pronto, alguien le hubiera susurrado al oído palabras cálidas y amables.
Era su modo de mantenerse vivo.
Por muchas vueltas que dio buscando con sus ojos y sus dedos ansiosos otro resquicio en la pared, no logró descubrir otro agujero.
Pero a partir de ese día, empezó a pasar largos ratos del día mirando su paisaje particular y nunca se sintió aburrido.
Por el contrario, empezó a recordar su infancia, sus primeros amigos, la inocencia de aquellos años felices.
Miraba su mar y olvidaba su soledad, la angustia de su celda desnuda, húmeda y oscura.
Se imaginaba paseando por la playa, tomando la mano de su mujer o haciendo un castillo de arena con sus hijos.
Aquel trocito de agua y de cielo infinito le devolvió la esperanza como una bocanada de futuro.
Al fin, un día escuchó voces, ruidos y golpes.
Los GEO entraron en su mundo, llenándolo primero de miedo y luego de estupor y sorpresa.
Pasados los primeros instantes de no lograr entender, de superar el aturdimiento y conocer al capitán que le hablaba dándole explicaciones, accedió a abandonar su cárcel.
Pensó que lo primero que quería hacer era acercarse a la orilla del mar, ese mar que le había mantenido vivo todos esos meses.
Quería agradecerle por su compañía imperturbable.
Ya vendría luego el tiempo de ver a los suyos y reponer fuerzas.
Salió del zulo a la luz enceguecedora del sol, para ver a su alrededor el bosque cerrado y lleno de helechos que lo rodeaba.
.- ¿Y el mar? – preguntó asombrado.
.- Está lejos, detrás de esas montañas. Desde aquí no se puede ver.
Este cuento pertenece al libro ” Cuentos entre las hojas”

Me gustó mucho. Disfruté el ritmo y la sorpresa final al saber que en realidad no veía el mar. Confirmación de que la mente humana es maravillosa.
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¡Gracias por tu comentario Ana! Me alegro que te haya gustado y que te haya sorprendido. Desde luego la mente, tan desconocida, nos mete en infiernos o nos salva en paraísos maravillosos.
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Excelente relato corto; por su narrativa y KO final -la pisquis, siempre la psiquis- Un cordial saludo.
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Gracias por tu comentario. Cuando la psiquis está sana, la persona posee más oportunidades de adaptarse al medio ambiente. ¿Hasta el punto de transformar la percepción de la realidad? ¿Hasta el punto de ver lo que no ve? Siempre me han interesado estos temas. Saludos cordiales.
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Causalidad? Coincido plenamente contigo! Saludos cordiales de regreso.
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