Los templos azules

Los hombres tristes de Buenos Aires tienen un secreto, un increíble secreto que guardan celosamente y que inmediatamente desaparece de su memoria en el instante en que se convierten en felices.

Según parece, en sus noches de duermevela suelen soñar bastante.

A veces sueñan episodios del pasado, a veces les asaltan pesadillas, a veces los más ínfimos detalles del día se agrandan y se combinan maquiavélicamente con personas que hace tiempo no ven.

Pero cada tanto, en la silenciosa noche solitaria, hay un sueño que se reitera y que deja en ellos esperanza a la vez que un profundo desasosiego.

En el sueño, el hombre triste navega en un pequeño barco por un riachuelo estrecho y sucio.

Lo acompañan caras conocidas y figuras por conocer.

El atardecer tiñe de rojo y naranja el cielo nublado y la luz cubre iluminando las fachadas de las antiguas casas.

En algunas, el tiempo se ha ensañado, descascarando su color y dibujando manchas húmedas que afean su piel.

En otras, hermosas pinturas representando escenas bíblicas se resisten al tiempo y a la lluvia.

Pero todas se embellecen con la luz y los colores otoñales.

Y entre ellas, a la izquierda del navío, aparecen de pronto los maravillosos templos azules.

Los rojos del cielo parecen hacer más profundos los tonos azules de las cúpulas y sus campanarios y sus trabajadas fachadas alcanzan los índigo y violetas más intensos de la gama tonal.

El silencio apenas es molestado por el chocar del agua contra la quilla.

Nadie osa romperlo con palabras vanas.

Las siluetas tienen tal fuerza y tal belleza que llenan el aire de regocijo.

El barco atraca en una pasarela de piedra y ante el hombre triste se despliega todo el esplendor de una magnífica escalinata de mármol beige, punto de inicio del recorrido por la majestuosidad de los templos.

La variedad de detalles percibidos varía con la sensibilidad del soñante.

Pero hay percepciones que se mantienen en todos los sueños: los colores tan intensos que hacen dudar de la veracidad de la ensoñación, el silencio, la belleza de los templos.

En un costado, a la izquierda de la enorme escalinata, un pequeño altar obliga, por su simple ascetismo oriental, a depositar unas monedas como ofrenda.

Es en ese preciso momento, al acabar la ofrenda, que se acerca al hombre triste un monje de largas vestiduras, con arrugas dentro de las arrugas de su arrugada cara y unas manos suaves y blancas como la más fina porcelana.

Posa sus manos sobre la cabeza del viajero y comienza una letanía en una lengua extraña y lejana, musitando palabras al oído y acariciando con la voz el alma en pena.

Cuentan los más sabios que, si en ese instante, el hombre triste atina a pronunciar el nombre de su amada perdida, el alma de esta iniciará irremisiblemente la tarea de recuperar el amor muerto y al cabo de muy pocos días, la antigua amante, sea feliz esposa o soltera empedernida, se verá impelida a llamar y renovar el lazo con su antiguo amado y transformará a este, de hombre triste en feliz y gozoso.

Quien me lo contó, aún llora en silencio su olvido.

Tuvo el sueño tal cual me lo contaba y aún sabiendo que debía pronunciar el nombre apropiado en el momento preciso, fue tan fuerte su vivencia del instante, tan maravillado estaba con los colores, los aromas de las esencias y el murmullo de la voz sobre el silencio, que olvidó las letras del nombre amado y en su éxtasis perdió lo que buscaba.

Desde ese día, sueña con volver a soñar.

Aunque, a decir verdad, no se sabe de nadie que haya tenido dos veces el mismo sueño.

Y, pensándolo bien, quién sabe si en verdad su destino no era el de seguir siendo un hombre triste en la búsqueda perpetua de los templos azules.

Este cuento pertenece al libro ” Cuentos entre las hojas”

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

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