Hace algunos años-empezó el gordo-escribí un ensayo que comenzaba con esta frase «El canal de parto y el ataúd son dos lugares diseñados para un solo cuerpo». Y esto, Demian, para mí quiere decir que nacemos solos y morimos solos. Esta idea, tan terrible según mi punto de vista, es quizás lo más duro que he tenido que aprender a lo largo de mi propio proceso de crecimiento. Pero también descubrí, por suerte, que existen los compañeros de viaje: compañeros para un ratito, compañeros para una temporadita más o menos larga. Y después, existen también los amigos, los amores, los hermanos: compañeros para toda la vida.
-¿Sabes, gordo? Me recuerda aquello que leí alguna vez sobre la pareja: » No camines delante de mí porque no podría seguirte. No camines detrás de mí, porque podría perderte. No camines debajo de mí, porque podría pisarte. No camines encima de mí, porque podría sentir que me pesas. Camina a mi lado, porque somos iguales».
-Claro, Demián, eso es. Darse cuenta de que nadie puede recorrer el camino por ti es fundamental. Tanto como saber que el camino es más nutritivo si se recorre en compañía.
Darme cuenta de quién soy y saberme único, diferente y separado del mundo por el límite de mi piel, no necesariamente quiere decir que deba vivir aislado, ni desolado, ni siquiera que tenga que ser autosuficiente.
-Entonces ¿no se puede vivir sin los demás?
-Depende de lo que tú creas que debes vivir en cada momento y de quienes sean los demás, en cada momento.
Aquel hombre había viajado mucho. A lo largo de su vida, había visitado cientos de países reales e imaginarios… Uno de los viajes que más recordaba era su corta visita al País de las Cucharas Largas. Había llegado a la frontera por casualidad, en el camino de Uvilandia a Paraís, había un pequeño desvío hacia el mencionado país. Como le gustaba explorar, tomó ese camino. La sinuosa carretera terminaba en una enorme casa aislada. Al acercarse, noto que la mansión parecía dividida en dos pabellones: un ala oeste y un ala este. Aparcó su automóvil y se acercó a la casa. En la puerta, un cartel anunciaba:
PAÍS DE LAS CUCHARAS LARGAS
«ESTE PEQUEÑO PAÍS CONSTA SÓLO DE DOS HABITACIONES LLAMADAS NEGRA Y BLANCA. PARA RECORRERLO, DEBE AVANZAR POR EL PASILLO HASTA DONDE SE DIVIDE Y GIRAR A LA DERECHA SI QUIERE VISITAR LA HABITACIÓN NEGRA O A LA IZQUIERDA SI LO QUE QUIERE ES CONOCER LA HABITACIÓN BLANCA.
El hombre avanzó por el pasillo y el azar le hizo girar primero a la derecha. Un nuevo corredor de unos 50 m de largo terminaba en una enorme puerta. Nada más dar los primeros pasos, empezó a escuchar los ayes y quejidos que provenían de la habitación negra. Por un momento, las exclamaciones de dolor y sufrimiento le hicieron dudar, pero decidió seguir adelante. Llegó a la puerta, la abrió y entró. Sentados en torno a una enorme mesa había cientos de personas. En el centro de la mesa se veían los manjares mas exquisitos que cualquiera pudiera imaginar y, aunque todos tenían una cuchara con la que alcanzaban el plato central, ¡se estaban muriendo de hambre! El motivo era que las cucharas eran el doble de largas que sus brazos y estaban fijadas a sus manos. De ese modo, todos podían servirse, pero nadie podía llevarse el alimento a la boca. La situación era tan desesperada, y los gritos tan desgarradores, que el hombre dió media vuelta y salió huyendo del salón. Volvió a la sala central y tomó el pasillo de la izquierda, que conducía a la habitación blanca. Un corredor exactamente igual que el anterior terminaba en una puerta similar. La única diferencia era que, por el camino, no se oían quejidos ni lamentos. Al llegar a la puerta, el explorador giró el picaporte y entró en la habitación. Cientos de personas se hallaban también sentadas en torno a una mesa igual a la de la habitación negra. También en el centro se veían manjares exquisitos y todas las personas llevaban una larga cuchara fijada a su mano. Pero allí nadie se quejaba ni lamentaba. Nadie se moría de hambre porque ¡todos se daban de comer los unos a los otros! El hombre sonrió, dio media vuelta y salió de la habitación blanca. Cuando oyó el «clic» de la puerta que se cerraba se halló de pronto, misteriosamente, en su propio automóvil, conduciendo de camino a Paraís.
Cuento de Jorge Bucay, de su libro «Déjame que te cuente»