En nuestra época se dedica muchísimo tiempo y dinero a adorar nuestra propia auto-imagen. Pensemos en la industria de la belleza, la industria anti-envejecimiento, el hábito del consumo compulsivo de ropa y complementos, o simplemente los benditos selfies que inundan las redes. Se alienta el egocentrismo y el mimo excesivo a uno mismo. Y no estamos hablando de darse un capricho o cuidar su cuerpo para sentirse mejor. Estamos ante una epidemia de narcisismo. Y recordemos que en el mito de Narciso, él muere por pura obsesión consigo mismo.
¿Cómo frenamos en este terreno resbaladizo? Aquí entra en juego el sentimiento de compasión, porque la compasión tiene que ver con un cambio profundo, pasar de centrarnos únicamente en nosotros mismos a centrarnos en los demás. Es un cambio fundamental de actitud. Al ejercitar nuestro pensamiento y nuestra actitud, no para lograr las satisfacciones que nos aporten a nosotros, sino por el bien que hará a los demás, descubriremos una curiosa verdad, que el altruismo es lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos.
¿Y qué es la compasión? Es el deseo de aliviar el sufrimiento y sus causas, junto con la necesidad de actuar con el fin de hacer algo al respecto. Pensemos en ese sentimiento instintivo que tiene un padre por ayudar a su hijo con problemas, o el que sentimos cuando nos enteramos de que un ser querido ha enfermado gravemente.
El budismo define la compasión como el deseo de que todos los seres queden libres de sufrimiento. Desgraciadamente, acabar con la miseria del mundo no está en nuestras manos. No podemos cargar esa tarea sobre nuestros hombros, tampoco disponemos de una varita mágica que transforme la aflicción en felicidad. Lo único que podemos hacer es desarrollar esta virtud en nuestra mente y a partir de ahí ayudar a que los demás hagan lo mismo.
Aunque la compasión es mucho más que simplemente un sentimiento o una emoción. Es una actitud, una conciencia, algo que se orienta hacia todo el mundo, incluidos nosotros mismos. Tiene que ver con el respeto y no con la pena o la lástima.
Es compartir el sufrimiento de los demás con el deseo de suprimirlo, pero sin perder la propia felicidad. Es la energía de la ternura, que se combina con la plena conciencia, pues se comparte el sufrimiento del otro sin perder el contacto con nuestro propio centro. Todas las religiones tienen un concepto parecido, que podemos asimilar en la práctica con lo que entendemos por “bondad”. Y todos tenemos la semilla de la compasión, no se trata de una cuestión religiosa. El Dalai Lama, que es en cierta forma una autoridad de la compasión, pasa la mayor parte de su tiempo haciendo campaña de lo que él llama la “ética secular”, un altruismo universal que es para todos y que está más allá de lo religioso.
Tanto la empatía como la compasión son conceptos muy relacionados con la comprensión de los demás. Hay quien piensa que la compasión es un refugio para los débiles y blandos, y que engendra debilidad, sobre todo en este mundo nuestro, tan brutal y competitivo. Donald Trump dijo una vez: “¡Muéstrame a alguien sin ego, y yo te mostraré a un perdedor!” ¿Así que si ejercemos la compasión, terminaremos siendo un ejército de fracasados que se dejan pisar? Por el contrario, algunas de las personas más compasivas que conozco, son también las más fuertes, las más decididas y comprometidas.
Leí un comentario del profesor de Harvard, Jerome Kagan, durante la conferencia que dictó en el Mind and Life Institute, donde explicaba que “junto con nuestra inclinación hacia la agresión, nuestro instinto de supervivencia nos ha dotado con una predisposición aún más fuerte hacia la bondad, la compasión, el amor y el deseo de abrigar a los demás”. Todos conocemos historias sobre gente que, durante la Segunda Guerra Mundial, arriesgó su vida para auxiliar a judíos perseguidos por los nazis, y sobre los héroes anónimos que, en la actualidad, sacrifican su bienestar por ayudar a las víctimas de la guerra, el hambre y la tiranía en países de todo el mundo.
Y aún hay una noción que también es muy importante, la compasión por nosotros mismos, aceptarnos y valorarnos tal como somos. La auto-compasión, la bondad, la comprensión y la aceptación dirigida a nosotros mismos, es inmensamente importante para nuestra vida diaria. Cuando sentimos que no merecemos ser felices, o nos sentimos solos e inseguros, o empleamos nuestro talento para ser extremadamente críticos con nosotros mismos.
Si lo pensamos, nuestro amor y compasión son bastante limitados. A menudo se basan en la relación que tiene la otra persona con nosotros, o con el comportamiento que nos ha demostrado. Es casi una especie de pacto o contrato. Pero la verdadera compasión es algo que debemos generar para todo el mundo, basada en el simple hecho de que están vivos. Así que algo indicativo de nuestro progreso en el cultivo de la compasión es cuando podemos salir de nuestra zona de confort y sentir la misma compasión por nuestros enemigos y la gente que no podemos soportar, que aquella que sentimos por nuestros seres queridos.
Al intentar cultivar la compasión, deberíamos empezar por tomar conciencia de que todos estamos interconectados y dependemos unos de otros. Si viéramos el mundo desde el espacio, no advertiríamos en él líneas marcando el contorno de cada país y separándolo de los demás. Tendríamos ante los ojos simplemente un pequeño planeta azul.
Todos buscamos la felicidad y tratamos de evitar el sufrimiento. Si comenzamos con nosotros mismos y con nuestra propia experiencia, con nuestro propio sufrimiento y nuestra comprensión del mismo, sabemos lo que se siente al sentir frustración, aislamiento, ira y pena. Sabemos lo que se siente cuando somos nuestro peor enemigo. También sabemos qué es lo que nos aporta alegría y bienestar. Así que es nuestra propia experiencia, nuestro propio deseo de liberarnos, lo que se convierte en el canal para llegar a la compasión por el otro. Cuando conseguimos combinar un sentimiento de empatía por los otros con una profunda comprensión del dolor que sufren, llegamos a sentir una verdadera compasión por ellos.
En el camino para cultivar la compasión por los demás, nos centramos en un ser querido, alguien por quien sentimos cariño o gratitud, alguien que asociamos con sentimientos de amor. Sentimos el deseo de que sea libre del sufrimiento, del dolor, de la angustia, de la ansiedad, y de sus causas.
Empezando con aquellos a quienes amamos, ampliamos ese sentimiento y dirigimos nuestra compasión hacia las personas que son más distantes o problemáticas. Así que nos imaginamos enviando compasión a nuestros seres queridos en primer lugar, a continuación a los amigos, los miembros de nuestra familia, desconocidos, rivales, y después a todos los seres humanos y todos los seres vivos en todas partes.
Parte de este cultivo de la compasión conlleva pensar en las ventajas y desventajas del egocentrismo frente al altruismo. El suponer que somos el centro del universo parece garantizarnos un estrechamiento claustrofóbico de nuestra perspectiva. Tendemos a echarle la culpa de lo que nos ocurre a los demás. La más mínima decepción nos trastorna y se convierte en una catástrofe y si hacemos una buena acción por alguien, no paramos de hablar al respecto. Es un gran error pensar que cuidar únicamente de nuestro “yo” es nuestra mejor protección y que es beneficioso para nosotros.
Es lógico pensar que al preocuparnos por los demás, inevitablemente nuestras mentes se expanden. La sensación de que nuestros problemas son enormes e insuperables se desvanece. La valentía y la audacia también crecen, porque la compasión implica afrontar las dificultades, cambiar nuestra actitud hacia el dolor y mantenernos en pie en presencia del sufrimiento, el propio o el de otra persona. Ayuda a eliminar cualquier miedo o inseguridad que podamos tener y nos da la fuerza para hacer frente a cualquier obstáculo con el que nos encontremos. No es lo que hemos acumulado, sino lo que hemos repartido, lo que hemos dado con generosidad y amor (y no me refiero exclusivamente a lo monetario), lo que dirá finalmente la clase de vida que hemos tenido.
La compasión es la fuerza que nace de nosotros para unirnos a los demás, a la vida y a nuestra esencia por encima de cualquier circunstancia. Eso es lo que nos hace brillar.

Imagine cómo sería pasar su vida en un cuartito con una sola ventana cerrada y tan llena de mugre que la luz escasamente puede entrar. Probablemente pensaría que el mundo es un sitio oscuro y lúgubre, lleno de criaturas de formas extrañas que proyectan sombras aterradoras contra los vidrios sucios. Ahora imagine que un día se derrama un poco de agua sobre la ventana, o le caen unas gotas de lluvia después de una tormenta. Usted las seca con un trapo o con la manga de su camisa, y mientras lo hace, un poco de la mugre que se había acumulado en el vidrio desaparece. De repente, un rayito de luz atraviesa el vidrio. Lleno de curiosidad, usted lo limpia con más ahínco y a medida que la mugre se va quitando, penetra más luz. Es posible que después de todo, el mundo no sea tan oscuro y lúgubre. Tal vez sea la ventana, piensa usted.
Después va al lavadero, trae más agua (y tal vez algunos trapos más) y sigue limpiando hasta que la superficie de la ventana queda completamente limpia. La luz entra a raudales y usted se da cuenta, tal vez por primera vez, de que todas esas extrañas sombras que antes lo asustaban cada vez que pasaban, son personas, ¡iguales a usted! Y desde lo más profundo de su consciencia surge un impulso instintivo a formar un vínculo social, a salir a la calle y simplemente estar con ellas.
En verdad, usted no ha cambiado nada en absoluto. El mundo, la luz y la gente siempre estaban allí. Usted simplemente no los podía ver porque su visión estaba empañada. Pero ahora lo ve todo, ¡y qué diferencia! Esto es lo que en la tradición budista llamamos el amanecer de la compasión, el despertar de una capacidad innata de identificarse y entender la vivencia de los demás.
“La alegría de la vida” Yongey Mingyur Rinpoche