Todo comenzó un lunes en la oficina, uno de esos lunes futboleros en que todos comentan el partido del día anterior, partido que, aunque él hubiera tenido televisión, no hubiera visto porque no le gustaba para nada eso de mirar como un montón de tipos corrían detrás de una pelota como posesos y se daban patadas por lograr llegar con ella hasta el arco rival.
Claro que mucho más tonto le parecían los comentarios de sus compañeros del día siguiente, al fin y al cabo los jugadores entraban en esa espiral de emociones del juego y se iban contagiando nervios y ansias a medida que avanzaba el partido. Pero pensar que alguien al día siguiente podía acordarse de las jugadas con el suficiente detalle para comentarlas y discutirlas y asegurar que fue foul o no se que, eso le parecía absolutamente demencial.
Descartó la posibilidad de que algún hombre de su entorno quisiera escuchar el interesantísimo comentario del libro que había devorado durante los últimos dos días, y se acercó a Paula. Ella era la persona indicada para estos temas, culta, inteligente, con sentido del humor. Qué no hubiera dado él por una cita amorosa con su compañera de aventuras intelectuales. Muchas veces comentaban libros o películas y casi siempre estaban de acuerdo, salvo cuando hablaban de Woody Allen, porque Paula lo idolatraba y todo lo que hacía le parecía genial.
El intento por entablar una interesante conversación se frustró. Las chicas comentaban una película romántica que habían visto por la tele, que si estaba basada en un hecho real, que lo guapo que era el protagonista, que la escena de suspenso que recordaba a Hitchcock, etc., etc.
Se sintió fuera del grupo y se fue a su escritorio a empezar a trabajar. En realidad, más que trabajar, lo que hizo fue reflexionar sobre la frecuencia en que se había sentido fuera de grupo en las últimas semanas. Parecía que últimamente cada vez que trataba de conversar con algún compañero, él o ella no le escuchaban o estaban demasiado enfrascados en su trabajo para prestarle atención. A veces recibía un monosílabo de excusa, pero las más de las veces ni eso, simplemente seguían en lo suyo y él se daba por enterado de que su tema quedaba relegado para más tarde.
Pensó que la primera vez que se había sentido así fue en la adolescencia, cosas de la edad le contestaron sus padres cuando se lo comentó. Pero él se había convencido de que era por su nombre, si, ese tonto nombre que le habían adosado a su tonto apellido. Y es que a nadie que tenga un poco de sentido común podía ocurrírsele poner a un niño el cortísimo nombre de Ron, sobre todo pensando en el cortísimo apellido que le perseguirá de por vida: Do. Si, Do, así sin más. Un apellido que a su padre se le antojaba ilustre, pero que a él le parecía la mínima expresión de cualquier cosa.
Y no es que le afectaran especialmente las bromas de sus compañeros con lo de rondo, lirondo, etc. etc. lo que más le preocupaba, qué digo le preocupaba, le angustiaba era eso de pasar por la vida siendo una insignificancia. A cualquiera de sus amigos con apellidos como Ibarlucea, Gorostiza, Sampieri, Seidelman, les esperaban grandes cosas en el futuro, se los imaginaba doctores, diputados, abogados, ministros. Pero al pobre de Ron, ¿qué podía esperarle a un individuo apellidado Do? El señor ministro Do, el doctor Do, y menos aún el abogado Do o el diputado Do. Reiterativo, ridículo, absolutamente ridículo, y no digamos si se le agrega el nombre: Permítame Sr. Ron Do. Insignificante, pequeño en la pequeñez. Cada vez que lo pensaba se sentía más diminuto.
Enfin, era preferible dejar de lado sus disquisiciones y ponerse a trabajar en serio. El día pasó sin dejar ningún hecho interesante y pasó la semana entera también sin pena ni gloria. Ron notaba que cada vez eran menos los compañeros que le dirigían la palabra y no porque tuvieran ningún enfado con él, sino simplemente porque estaban dejando de verlo. Esto no le parecía ninguna metáfora poética, literalmente estaban empezando a ver vacío el espacio que él ocupaba. Ya sólo mantenía atisbos de conversación con Paula y con Andrés, un chico muy jovencito y muy tímido que había entrado hace poco.
Sus amigos no le llamaban por teléfono, y si él les llamaba nadie le contestaba. Los compañeros de oficina llevaban y traían papeles a su escritorio como si él no existiera. Sus padres por primera vez en la vida se olvidaron de llamarle para su cumpleaños. Y lo más extraño es que la pesada de la casera no le pedía el alquiler los lunes como hacía antes. Ron le dejaba el sobre con el dinero por debajo de la puerta cuando salía para la oficina y listo. Un lunes se olvidó de dejarlo y preocupado volvió temprano a casa esperando una bronca por parte de la histérica señora, pero ni siquiera le saludó al pasar.
Lo último que recuerda es que vinieron unos amigos de sus padres y se llevaron todo del departamento, sus muebles, su ropa, las fotos, los libros y los discos y hasta el tocador que le había regalado su madre, ese tocador por el que él protestó tanto, porque se le regala un tocador a una niña y no a un hombre, el mismo tocador donde esa mañana intentó mirarse y no se vio.
Este cuento pertenece al libro “Ayer, y no tan lejos“.
