Cuando era pequeña los baldíos de la ciudad eran para el yuyal, el vagabundo y la gata con crías. Y, con un poco de suerte, para la calesita (el tiovivo). Esa esquina que esperaba su rascacielos, mostraba un universo circular color de infancia, en que se veían caballitos y otros ejemplares de una fauna de madera, que empezaban a moverse en redondo al inicio de la tarde, impulsados por la música.
Por las tardes, a veces, mi mamá me llevaba a la calesita de la Avenida Independencia, a tres cuadras de donde vivíamos, en el barrio de San Telmo.
El caballo, que era de verdad, conocía sus obligaciones y, cuando llegaba al baldío, no necesitaba voces de mando para pararse frente a la calesita y ocupar su lugar.
La mía no era una flamante y moderna calesita, iluminada con guirnaldas de lamparitas eléctricas, al son de un combinado con abundante colección de discos, como la que había en el Zoológico. Era una calesita con caballos de madera que no saltaban ni subían ni bajaban, con asientos despintados, con paneles donde apenas se insinuaban antiguas flores al óleo. El toldo con remiendos mostraba la pátina del tiempo.
Estaba preparada para que pudiera girar sobre sí misma y dar la sensación de vértigo a los niños, pero estábamos frente a la cenicienta de las calesitas.
Mientras tanto, el calesitero hacía funcionar su aparato de música y como si su voluntad estuviera sincronizada con la música, al escucharla el viejo matungo empezaba a andar.
Los pibes del barrio se asomaban a la puerta del terreno, avanzando por distintas direcciones, haciendo fila para comprar el ticket y agolpándose en torno a la calesita.
Se ocupaban los sitios de montar y los de sentarse. Los más expertos de pie, aferrados a las barras de hierro, a fin de dar caza a la sortija, porque el que lograba la hazaña de meter el dedo en la anilla de la sortija y arrebatarla a la pera de madera que el calesitero movía en su mano, ganaba una vuelta gratis.
A veces él se apiadaba de algún habitué que era muy torpe y nunca lo lograba. Entonces, su mano ya acostumbrada a permitir y no permitir, le facilitaba la tarea y los gritos del afortunado premiaban su gesto.
Yo normalmente, era bastante buena para atrapar el premio. Lograr una vuelta gratis era una hazaña que me hacía sentir muy feliz e importante. Luego, cuando llegaba a casa, corría a contárselo a mi abuela por teléfono.
Yo no sabía si era nuestra alegría la que mantenía el equilibrio y daba alas al armatoste, o si era que la calesita obedecía, por sobre sus posibilidades materiales, a una inspiración misteriosa que la volvía ligera como el mismo aire que la envolvía. Lo cierto es que, tras sus tambaleos primeros, adquiría la velocidad maravillosa de sus hermanas más modernas que iluminaban algunas esquinas de la ciudad.
Aquella calesita volaba, como si debiera levantarse del suelo y cortar el aire en una maravillosa ascensión aerostática. Echar la cabeza hacia atrás, con el pelo movido por el viento, mientras mi caballo preferido cruzaba el mundo en un viaje sin fin.
¡Con qué poquito éramos felices! La infancia es la poseedora de todos los resortes que hacen maravillosa la realidad. La imaginación de un niño lo transforma todo.




