Diálogo entre Miguel Ángel y David

Aquí estamos, tú y yo a solas por última vez, bajo los andamios que te han protegido a ti de las inclemencias del tiempo y a mi trabajo de las miradas indiscretas de fisgones ignorantes. Hoy es el día señalado por la Obra de Santa María del Fiore, la corporación encargada de la construcción y el mantenimiento de la catedral de Florencia, para que los florentinos te contemplen por primera vez. Del bloque de mármol que todos aquí conocían como El Gigante ha surgido gracias a mi cincel un bello David desnudo de cinco metros de altura, la escultura más impresionante que haya realizado hasta la actualidad. Nadie podrá poner en duda a partir de hoy que soy el escultor más brillante de nuestra época, a la altura, sin falsa modestia, de Polícleto, Peonio o el mismo Fidias en la Grecia antigua.

Hoy es la culminación de un destino escrito durante miles de años, cuando descansabas en las entrañas de las minas de mármol blanco de Carrara –de las que los romanos extrajeron el material para levantar el Panteón o la Columna Trajana–, esperando pacientemente a nacer, tan solo 11 años antes que yo mismo, en 1464.

Agostino di Ducio te sacó de la cantera de los Alpes Apuanos para cumplir el encargo de los capataces de la Obra, que querían llenar el hueco destinado al David que a inicios del siglo XV había tallado Donatello para la fachada de la catedral, que había quedado demasiado pequeño. El vacío sería ocupado por la escultura gigantesca de un profeta, pero al cabo de dos años este tosco escultor se dio cuenta de que la empresa sobrepasaba su talento y renunció al proyecto, no sin antes haber estropeado el gigante de mármol del que sólo había iniciado sus piernas y esbozado un tosco nudo a la altura del pecho para anudar una capa.

Diez años más tarde, los capataces del taller te pusieron en manos de Antonio Rosellino, que tampoco se vio capaz de sacar nada notable. Toda Florencia conocía la historia del gigante mal desbastado que nadie se atrevía a reclamar para hacerse cargo de él. Yo mismo crecí viéndote mal tallado, abandonado durante décadas bajo el cobertizo del taller de la catedral, mientras soñaba en el día que caerías en mis manos.  

Cuando en 1501, la Obra comenzó a buscar a alguien capaz de aceptar el reto yo me encontraba en Roma y varios de mis amigos me apremiaron a regresar a Florencia antes de que las autoridades te asignaran a otro escultor, Andrea Contucci dal Monte Sansavino, para que te esculpiera. 

Si el mármol dañado volvía a estar disponible, ese debía ser yo. Sansavino no se veía capaz de hacer nada destacable contigo sin añadir fragmentos ajenos al bloque original. Todos se habían dejado cegar por la figura esbozada en la piedra, inspirada en el David de mármol de Donatello, vestido con ropas ajustadas y cubierto por una capa anudada al cuello.

Mi proyecto, ciertamente más ambicioso. Yo fui el único que vio la verdadera escultura que latía dentro de ti: un gigante completamente desnudo que podía tallarse “ex uno lapidae” (de un solo bloque) como apreciaban los autores antiguos. 

Así, los laneros y canteros de Santa María del Fiore, que dirigen las obras de embellecimiento de la catedral, te encomendaron a mí para completar el “hombre de mármol” en el plazo de dos años a contar a partir de las calendas de septiembre de 1501. Primero te quité el nudo del pecho y después comencé a trabajar con paciencia y vigor. Poco a poco, el David salía de tu interior y ya se veía que sería una escultura incomparable. Los pocos invitados a mi improvisado taller también se dieron cuenta pronto de ello. Medio año después de comenzar el trabajo, los directores del taller de la catedral, que habían acordado pagarme 144 ducados de oro, elevaron la cantidad hasta los 400, admirados por lo que habían visto bajo esa choza.

Pacientemente mis manos modelaron tu imponente figura, atendiendo a cada detalle, fruto de mis conocimientos anatómicos, para crear una obra única. Hasta donde yo conozco, vas a ser el primer David bíblico exhibido en la plaza pública completamente desnudo, puesto que el célebre rey elaborado en bronce por Donatello, la primera gran escultura del Quatroccento, fue encargado para decorar el palacio de los Médici.

Ahora sólo queda descubrirte ante los florentinos para que ellos decidan tu mejor emplazamiento. Ya no será en la plaza de la catedral. Después de la expulsión de los Médici en 1494 has trascendido a tu sentido religioso para representar los ideales de la nueva república de Florencia, la mejor representante de la democracia desde la Atenas del siglo V a.C.

Con tu mirada decidida y tu cabeza y manos ligeramente desproporcionadas, representas mejor que ninguna otra el carácter de esta nueva república, mente decidida y fuerza para aplicar la determinación más conveniente para sus intereses en todo momento.

Por ello mereces un lugar destacado en la ciudad, en el que todos puedan admirar de tan cerca como sea posible tus músculos en tensión, tu contraposto, esa posición semejante a una S armónica y equilibrada, y las venas que se marcan en tu piel. Espero que, a partir de hoy, al contemplarte en el taller de la catedral, el resto de florentinos se den cuenta también de ello y te ubiquen en el lugar que mereces. Quién sabe si en la plaza de la Señoría, frente al palacio Viejo, sede de los representantes de Florencia. Pero eso deben decidirlo los florentinos.


Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

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