Retomar el contacto con la naturaleza

El ser humano vivía en el jardín del Edén, en armonía con la naturaleza y sus ciclos, hasta que comió la manzana, fue expulsado y tuvo que evolucionar. Entonces decidió que tenía que encerrar los campos y los animales, construir ciudades y vivir dentro de cabañas en las que apenas entraba la luz del sol. A medida que llegaba “el progreso”, el espacio donde trabajaba y vivía fue menguando hasta convertirse en los pisos que hoy se construyen en cualquier gran ciudad.

En Hong Kong, la falta de espacio y el alto coste de la vivienda han provocado que se empiecen a vender apartamentos de 9,29m2 construídos de tuberías de hormigón apilables. Algo parecido a los hoteles cápsula japoneses. Por un coste equivalente a 12.500€, o que puede alquilarse por menos de 340€ al mes, puedes vivir dentro de un “oPod Tube Housing”, un tubo de 2,5m de diámetro. Dado que allí, el alquiler medio de un apartamento de una sola habitación en el centro de la ciudad, puede costar más de 1.690€ al cambio, se restringen las posibilidades de acceder a la vivienda a una minoría.

Comprimido como en una nave espacial, el habitante cuenta en este reducto con un sofá-cama, un pequeño baño con ducha, una mini cocina con pequeña nevera y un estante/mesa/escritorio. Cada extremo de la tubería tiene una puerta de cristal que permite la entrada de la mayor cantidad de luz natural posible.

Este es un caso extremo, pero al hecho antinatural de vivir en una “caja de cerillas” se suma que la mayoría de las personas trabajan en espacios cerrados y que, en las grandes ciudades, muchos millones de ellas se trasladan del trabajo a casa, y viceversa, a través del subsuelo.

Esto hace que gran parte de la población apenas vea la luz del sol ni sienta el aire fresco en sus caras. Como mucho, puede estar al aire libre los minutos que separan a pie su domicilio de la boca del metro, el aparcamiento o la parada de autobús más próxima, y eso entre edificios que nos hacen sentir como ratones dentro de un laberinto. No es de extrañar que la depresión, la ansiedad y otras enfermedades psicosomáticas se ceben incluso con las personas que pueden tener un poder adquisitivo envidiable.

El ser humano no está hecho para vivir como una rata de alcantarilla. Como el resto de los animales, pertenecemos a nuestro entorno natural y, para nuestro equilibrio, necesitamos respirar aire puro, sentir la tierra fértil bajo nuestros pies y pasear entre los árboles majestuosos que, en su tiempo, han rodeado nuestro hábitat. 

En lo que respecta al trabajo, tal como lo entendemos: horarios, obligaciones, presión por los objetivos, es una creación estrictamente urbana. Hace no tanto tiempo, el ser humano vivía de la recolección y la caza, y encontraba su alimento según las estaciones y ciclos de la vida.

Evidentemente no propongo regresar a las cavernas ni volver a convertirnos en cazadores nómadas. Sin embargo, está en nuestra mano volver a disfrutar del bienestar de la naturaleza, si somos capaces de recuperar su magia sanadora, que está mucho más cerca de lo que creemos.

Las ciudades no sólo logran la paradoja de hacernos sentir solos rodeados por masas de gente. Cada vez hay más estudios que demuestran los estragos psicológicos causados por dar la espalda a la naturaleza de forma permanente, en un entorno superpoblado.

Los estudios demuestran que la vida urbana afectará a la salud de la humanidad tanto o más que el calentamiento global. De acuerdo con las estadísticas, en las ciudades existe un 40 % más de riesgo de sufrir depresión que en un entorno natural, y las probabilidades de padecer esquizofrenia se doblan.

¿Y por qué? Una de las hipótesis es que los estímulos continuos de la ciudad, ruido en las calles, masas de gente, la presencia de publicidad en todas partes, alteran el funcionamiento normal de la dopamina en nuestro cuerpo. Este neurotransmisor se relaciona con las sensaciones placenteras y con la relajación, pero es vital para el funcionamiento del cerebro. “La vida en la ciudad es, en parte, la causa de que la producción de dopamina disminuya.

En las grandes urbes, la escasez de espacio ha hecho que se levanten miles de rascacielos destinados a viviendas. El efecto de vivir en estos edificios, en comparación con el de vivir en casas de baja altura, aumenta los casos de estrés, neurosis e incluso provoca problemas de desarrollo en los niños.

¿Cómo vivir en estos entornos sin perder nuestra salud física y mental? Retomando el contacto con la naturaleza. Además de los beneficios directos de dicho contacto, un importante factor para la longevidad es que quienes viven en esas condiciones consumen los alimentos que cultivan ellos mismos.

Los urbanistas son cada vez más conscientes de la necesidad de integrar la naturaleza en la ciudad. 

Los barrios residenciales son ideales para ver este fenómeno. En Buenos Aires se han construido barrios cerrados, formados por chalets rodeados de jardines y zonas en los que uno se olvida de que está en una gran ciudad. Claro que estos son sitios que, por su precio, sólo son accesibles por personas de un muy alto poder adquisivo.

Algunas de las grandes capitales del mundo se caracterizan por sus pulmones verdes, otras tienen en su horizonte verdes montes o montañas. Y están quienes, no pudiendo conquistar las montañas, lo hacen avanzando en el mar, donde se construyen islas artificiales en las que luego se emplazan aeropuertos y más viviendas.

En muchas ciudades de Europa, donde la presión demográfica no es tan acuciante, se están estableciendo límites urbanísticos para hacer ciudades de escala más humana, huyendo de la alienación. Por ejemplo, en Barcelona no se permite erigir rascacielos fuera de las áreas de negocios. Sólo se pueden construir edificios con un máximo de ocho pisos, límite que queda reducido a la mitad en el barrio de Gracia. Pero claro, siempre es difícil congeniar urbes muy populosas con soluciones creativas y “caras”.

Lo cierto es que, con independencia de dónde viva, en lo más profundo de cada ser humano hay un anhelo de reencuentro con la naturaleza. Para comprobarlo, sólo debemos fijarnos en los niños de ciudad. Aunque hayan crecido entre bloques de hormigón, cuando salen al campo y ven un árbol a su medida, su impulso natural es encaramarse a él.

Todos hemos albergado la fantasía en nuestra infancia de tener una cabaña en lo alto de un árbol, un deseo que cada vez más hoteles ecológicos se han ocupado de satisfacer. Acostarse con la suave brisa del viento entre las hojas de los árboles y despertarse oyendo el canto de los pájaros es, sin duda, una experiencia fascinante.

Los árboles han sido inspiradores para todas las tradiciones espirituales. Hermann Hesse reverenciaba ese carácter sagrado en “El caminante”, una colección de textos contemplativos de 1920 que acompañó de trece acuarelas sobre la naturaleza: “Los árboles me han dado siempre los sermones más profundos. Los respeto cuando viven en poblaciones o en familias, en bosques o en arboledas. Pero aún los respeto más cuando viven apartados. Son como individuos solitarios. No como ermitaños que se hubieran recluido a causa de una debilidad, sino como seres grandes y aislados, como Beethoven o Nietzsche. En sus ramas más altas susurra el mundo y sus raíces descansan en lo infinito; pero no se abandonan ahí, luchan con toda su fuerza vital por una única cosa: cumplir con ellos mismos según sus propias leyes, desarrollando su propia forma, representándose a sí mismos. Nada es más sagrado, nada es más ejemplar que un árbol fuerte y hermoso”.

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

2 comentarios sobre “Retomar el contacto con la naturaleza

  1. Hola, Marlen.

    ¿Yo vivir en uno de esos tubos? Antes me subo a un árbol y recuerdo mi pasado macaco; si quedan árboles, claro. (Con mi recién descubierta claustrofobia, voy a recelar hasta del ataúd 😉 ).

    Ya sabes de mi habitual pesimismo, despreciamos constantemente a la Pachamama y esta terminará por rendirse y mandarnos a… Marte o más pa’llá.

    Iba a decir que no entiendo por qué no se conciencian los gobernantes en sintonizar urbanismo con naturaleza. ¡Qué inocencia de cerebro! Como si los parques dieran los mismos dividendos que las constructoras y todos sus tejemanejes.

    Como en todo, somos nosotros los que tenemos que EXIGIR (con mayúsculas) una convivencia más natural y amigable con el entorno; peroooooooo… todos queremos un pisazo cerca del mar, con piscina, ascensor, trastero, catorce habitaciones y dieciocho cuartos de baño.

    Yo, como ya te he comentado muchas veces, me siento extraterrestres, me contentaría con una cabañita en medio de un bosque y un cuerpo que me permitiera cultivar y vivir ecológicamente. ¡Qué utopía!

    Preciosas pinturas y una recomendación lectora que me apunto, por supuesto.

    Muchas gracias, amiga. Ojalá nuestras locuras naturales se contagiaran.

    Abrazo grande y saludable.

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  2. Hola Jose.

    Pues en eso también coincidimos. Yo suponía que no tenía claustrofobia, hasta que hice un viaje largo en tren, durmiendo (o más bien, intentando dormir) en litera, pegando la nariz contra el techo. Así que te imaginarás que entrar en un tubo de estos a vivir… ¡peor que cuando te hacen una resonancia magnética!

    Sí, es cierto, la Pachamama debe estar hasta el moño de nuestros desastres. El día menos pensado se toma su revancha.

    Estos días, con el buen tiempo, he aprovechado para dar unas vueltas por el pueblo, y me di cuenta que ya no lo conozco, me quedé patidifusa de la cantidad de casas nuevas que están levantando. ¡Increíble! Y después nos quejaremos del turismo, pero, por los precios, no son viviendas habituales. Son segunda vivienda y de las caras.

     ¿EXIGIR una convivencia más natural y amigable con el entorno? Lamentablemente votando por partido y no por conciencia, es lo que tiene. Que luego tienen piedra libre para hacer lo que les da la gana. Aunque, no sé yo si me compraría un piso con dieciocho cuartos de baño. No le envidio el gusto a la Preysler.

    Una cabaña en medio del bosque. Sssiiiii. ¿Pero si el cuerpo no te acompaña? Creo que son experiencias para hacer con menos calendarios. Lo de las utopías, a estas alturas, me lo pienso demasiado. Eso sí, me estoy preparando un rincón en el caserío donde nació mi padre y cualquier día, si ves que no aparecen mis entradas, es que estoy exiliada. Ya sabes dónde encontrarme.

    Un abrazote verde y profundo.

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