Si bien el COVID-19 hizo su aparición hacia finales del 2019, no fue sino hasta el mes de febrero del año 2020 que la reflexión filosófica comenzó a pensar en torno a la irrupción de dicha entidad microscópica. Este dato, en apariencia trivial, en realidad nos muestra un hecho incontrovertible: la irrupción del virus en ese momento, se convirtió en una situación crítica de escala mundial, ante la cual, el pensar se vio obligado a encontrar algún sentido.
Por este motivo, se ha escrito mucho sobre cómo se ha alterado la cotidianidad de millones de personas, no sólo de cuantos han sido contagiados o han fallecido, sino también de aquellos que, por intentar evitar la propagación del virus, han tenido que modificar sus hábitos diarios. La ruptura de la cotidianidad ha impactado fuertemente en mucha gente, en el estado de ánimo, en el plano económico y naturalmente, en el miedo al contagio y a la muerte propia y/o de familia y amigos.
Varios son los temas que merecen ser analizados.
En primer lugar, caben las consideraciones en torno a la reacción social. Durante el inicio de propagación del virus, pasado el momento en el que parecía que el tema sólo tenía que ver con países asiáticos, fue evidente que había que asumir medidas urgentes para el control de la transmisión viral.
Sin embargo, ello suscitó la suspicacia ante las acciones políticas de los gobiernos. Se consideraba que las medidas de confinamiento adoptadas eran excesivas y que, en realidad, lo que se procuraba era el establecimiento de un estado de excepción para coartar las libertades de los ciudadanos, logrando con ello un control total por parte del estado.
Desafortunadamente, la realidad se impuso. La situación se tornó imposible, la cifra de contagiados aumentaba y la insuficiencia de la atención médica era cada vez más notoria.
La epidemia dejó de ser una invención de un ejercicio político, para dar paso a la presencia de una fuerza que mostraba las limitaciones de las organizaciones políticas. La furia del virus comenzó a mostrar en forma evidente la fragilidad de la condición social en la que habitan millones de personas y, por lo tanto, que los estados individualmente no tienen los elementos para realizar un control total.
A nivel global, ningún país se encuentra a la altura suficiente para hacer frente a un número exponencialmente veloz de infectados. Lo cual demuestra, además, que los países se han construido bajo el supuesto de que una enfermedad masiva sólo es pensable en historias ficticias.
