Mi muñeca de trapo

La casa donde vivía mi abuelita era preciosa y muy grande, con su puerta de madera oscura, sus flores de mil colores inundando las ventanas y sus helechos colgando del techo del soportal en calderos de cobre antiguos.

Y no es que ella contara con mucho dinero para decorarla o amueblarla.

Mientras mi abuelo disfrutaba de este mundo, la leche de las vacas y la venta de los corderos les permitía tener un buen pasar y criaron a sus hijos sin lujos, pero sin que nada les faltara.

Luego la abuelita se quedó sola, los hijos se fueron yendo, cada uno hizo su vida y sólo aparecían de vez en cuando, a colmarla de besos y regalos que ella atesoraba como reliquias.

Por lo menos una vez al año durante una semana, nos juntábamos todos.

Esa había sido una petición muy especial que ella logró que todos cumpliéramos.

Y así en Navidad volvía a ver a mis tíos y primos, jugábamos, nos reíamos y dormíamos todos juntos en el desván, de a dos en esas grandes camas, escuchando los crujidos del entramado de la madera, contándonos nuestras aventuras del año, planeando nuevos juegos para el día siguiente y despertándonos con el olor de los pasteles recién horneados que subía desde la cocina. 

Porque esa era otra de las características de mi abuelita.

No sé cómo se las arreglaba, pero siempre que iba a verla un delicioso y dorado pastel, con su aroma exquisito, estaba a punto de salir del horno.

Si hasta parecía que toda ella emanaba ese olor a pastel recién salido del horno.

Y eso que yo iba a verla mucho más seguido que mis primos.

Mi padre era el único hijo que había quedado cerca del caserío familiar, y no digo todos los días, pero día por medio, íbamos a verla y a llevarle cosas del pueblo.

En realidad, ahora que lo pienso no era mucho lo que le llevábamos, porque entre las cosas que ella producía en el caserío y las cosas que intercambiaba con los vecinos, mi abuelita era casi casi autosuficiente.

Ni siquiera para los regalos de Navidad necesitaba ir al pueblo.

Un pote de sus mermeladas, un caballito hecho por Andoni, el vecino que tallaba la madera, o una muñeca de trapo de patas largas y vestido de plumas, eran los mejores regalos que un niño puede recibir de su abuela.

Y ese precisamente había sido mi regalo de la última Navidad.

Una bellísima muñeca a la cual no dejaba ni para ir al baño.

Cuidaba y mimaba mi tesoro, a la cual hablaba como si se tratara de mi hermanita.

Esa hermanita que tanto les pedía a mis padres y que tardaba tanto en llegar y por la cual mamá a veces lloraba, cuando pensaba que no la oíamos.

Pili, que así se llamaba mi muñeca, me acompañaba aquél día que recuerdo como si fuera ayer.

Como tantas veces ese sábado , le dije a mi madre que iba a casa de la abuelita y, como tantas veces, me recomendó que tuviera cuidado, que no fuera por el bosque y me estampó un enorme beso, mientras me deslizaba un trozo de pan con chocolate en el bolsillo, para el camino.

Lo que ni ella ni papá sabían, era que a mi ese camino por el bosque era el que más me gustaba.

Los árboles, en cada estación del año, se vestían de diferentes colores, pero era en otoño, como aquella mañana, cuando parecían más hermosos, con sus hojas amarillas y rojas.

La luz del sol pasaba a través de las altísimas ramas y las piedras del sendero, conservando aún la humedad del rocío, resplandecían como si fueran de plata.

Los pájaros inundaban el bosque y sus cantos alegraban el aire.

Todo era armonioso y mis sentidos se abrían al mundo en ese lugar mágico.

Sonidos, colores, olores, pero además esa pizca de lugar prohibido que le daba un atractivo especial.

Porque no es que en ese camino pasara nada, pero la gente del pueblo hablaba de las lamias que peinaban sus hermosas cabelleras junto a la fuente de Iturribide y ya se sabe que cuando se trata de lamias, genios o criaturas mitológicas, mejor no acercarse a ellas.

Así que me tenían dicho que fuera por el camino de arriba, el que pasa por el viejo caserío Zingira, despejado, llano y con poco atractivo.

Y desobedeciendo a mis padres, allí estaba yo, con mi capita roja y mi muñeca Pili de la mano, saltando de piedra en piedra por el camino del bosque.

Cerca de la fuente oí un crujido a mi espalda, y temiendo un encuentro con una lamia, me di vuelta asustada.

Pero lo que vi, o mejor dicho sentí, fue un horror absoluto. Ni en mis peores pesadillas se me había aparecido nunca un monstruo semejante.

Dos ojos enormes se abalanzaron sobre mi, me revolvieron el pelo y me robaron mi adorada muñeca.

Caí al suelo presa del miedo y la angustia, llorando amargamente y gritando que no nos hicieran daño ni a mi, ni a Pili.

Cuando, por fin, las lágrimas me dejaron ver, todo estaba tan tranquilo como siempre, los pájaros seguían cantando, los rayos de sol jugaban con las hojas rojas y el sonido de la fuente se oía tranquilo y fresco.

La única diferencia con el instante anterior, es que Pili había desaparecido.

Bueno, eso y que yo estaba tirada en el suelo, moqueando, hipando y con mi capita llena de tierra.

¡Ah! me olvidaba. También había un personaje que no había visto nunca antes, ni ese día, ni en mis numerosos paseos anteriores: una enorme lechuza de ojos muy abiertos que me miraba desde lo alto de un roble cercano al sendero.

Mucho tiempo ha pasado desde aquel día.

Creí haberlo olvidado todo, mi miedo de niña pequeña, mi llanto junto a mi abuelita y hasta mi muñeca de trapo.

Hasta hoy, cuando ya mayor, he vuelto a caminar por el sendero del bosque, este sendero que nunca más, desde aquel día, volví a recorrer.

Mis estudios primero, mi propia familia después, me llevaron lejos.

Y empecé a faltar a nuestra cita de Navidad.

Llamaba a la abuelita desde ciudades de nombre lejano y cuando venía, siempre de prisa, me acercaba en coche hasta la puerta del caserío.

Y hoy, que la muerte de mi abuelita me ha sacudido como un relámpago estallándome en plena cara, he vuelto a hacer el camino del bosque.

No sé si es porque tenía el coche de mi primo que no dejaba salir el mío, no sé si es porque necesitaba un poco de soledad y aire puro, o porque de una vez por todas tenía que volver a enfrentarme con mis miedos infantiles.

Lo cierto es que pise nuevamente estas piedras, me deleité nuevamente con los rojos y los amarillos del follaje y escuché nuevamente los sonidos de mi infancia.

Y tan embelesada iba yo con mi entorno, que mis tacones poco apropiados para las piedras del sendero, se torcieron y caí al suelo de bruces, muy cerca de la fuente, allí mismo donde una vez cambié mi muñeca por el miedo.

La tristeza por la pérdida de mi adorada abuela, la tristeza por tantos instantes no vividos, me inundó como una ola irrefrenable y allí en el escenario de mi primer horror, eché a llorar como una niña.

El llanto surgía desde muy adentro y no podía, y no quería pararlo, porque al salir parecía desatar un nudo interior que me tenía acongojada.

No me preguntes cómo, porque no podría explicártelo, pero en un instante pasó todo.

El chasquido de una rama, el darme vuelta, un batir de alas sobre mi cabeza, los ojos enormes de una lechuza sobre mi y mi muñeca de trapo cayendo en mi regazo como un regalo del cielo.

Mi esposo tiene una explicación racional, como la tiene para todo: dice que la lechuza me habría robado mi muñeca aquel día de mi infancia y ahora me la devolvió.

Mi padre aclara que las lechuzas no roban objetos, los cuervos si. Esos, sobre todo, pueden robar cosas brillantes. Pero las lechuzas…

Además ¿dónde estuvo guardada la muñeca durante todo este tiempo?

Porque si hubiera estado al aire libre, con las lluvias y el sol, en todos estos años estaría destrozada.

Y para más inri, ¿cómo iba a reconocerme la lechuza y no le entregó la muñeca a cualquier otra niña?

Yo no contesto estas preguntas, a decir verdad, ni siquiera me las formulo, lo único que sé es que vuelvo a tener a Pili, mi muñeca de trapo, mi hermanita con quien puedo hablar y a quien puedo contar mis secretos más secretos.

Tal vez algún día, cuando tenga una hija, la traiga a caminar por el sendero del bosque.

La tomaré de la mano, le enseñaré a ver y a escuchar y le presentaré a la lechuza que vive en el roble, cerca de la fuente de Iturribide, camino a la casa de mi abuelita.

Este cuento pertenece al libro » Cuentos y flores, flores y cuentos»

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

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