Euskal Herria es un país con una larga e histórica tradición de trabajo cooperativo, pionera en Europa, que se remonta a la Edad Media y que explica el fenómeno Mondragón y el de centenares de cooperativas del país.
En 1956, en Arrasate/Mondragón (Gipuzkoa), José María Arizmendiarrieta Madariaga, coadjutor de la parroquia de San Juan Bautista y cinco jóvenes ingenieros de la localidad fundaban la Cooperativa Ulgor, embrión de Mondragon Corporación Cooperativa, que con el transcurso del tiempo se convertiría en uno de los conglomerados cooperativos más importantes del mundo. En la actualidad reúne a más de 80.000 socios, está presente en diez países, agrupa docenas de cooperativas, gestiona una caja de ahorros y un sistema de prestaciones propios y una red de enseñanza propia formada por escuelas profesionales y universitarias.
A principios del año 1000, Europa empezaba a recuperar el fenómeno urbano, que había entrado en crisis al final del Imperio romano (siglos IV a VI). Pero Euskal Herria, en aquel momento, agrupado por el recién creado Reino de Navarra, tenía una escasa tradición urbana. La romanización de los primeros siglos de nuestra era había sido muy débil, y había quedado limitada a la periferia del mundo vasco (el valle alto del Ebro). Acabando el año 1000, mientras que en el resto de Europa se restauraban y ampliaban ciudades de vieja tradición e historia romanas, Euskal Herria tardaría siglos en desarrollar el fenómeno urbano. Hasta bien avanzada la Edad Media (siglos XIV y XV) no aparecen las primeras concentraciones demográficas y económicas.
Pero esto no significa que el territorio estuviera vacío. Durante la Edad Media, Euskal Herria ya era un país muy poblado. Pero la población estaba dispersa, organizada en explotaciones agroganaderas y forestales dispersas por todo el territorio. Eran los baserriak, los precedentes más remotos de las actuales cooperativas.
Durante la etapa de violencia señorial de los siglos XIV y XV los caseríos tendieron a concentrarse, por una razón de seguridad y de defensa, y surgieron los elizates o anteiglesias, inicio del fenómeno urbano. El país seguiría siendo, básicamente, rural. Toda la vida y toda la actividad (la social, la cultural y la económica) seguiría girando en torno a estas etxeak (casas). La prueba de su importancia la tenemos en su denominación: todas acabarían teniendo un nombre propio que las identificaba.
Cuando nos adentramos en el fenómeno surge la primera cuestión: ¿cómo se organizaba el trabajo en una etxea? Y para contestar a esta pregunta resulta imprescindible dibujar la pirámide jerárquica. La etxea no tenía un propietario claramente definido. Se puede decir que tenía naturaleza de institución. Pero lo que sí había era una persona situada en la cumbre de la pirámide jerárquica, una especie de «jefe de casa» que tenía una función de organización y coordinación, más que una naturaleza de autoridad. No obstante, todos los habitantes de la etxea le reconocían un ascendiente. Este «jefe de casa» era quien repartía las tareas, quien controlaba los rendimientos y quien representaba el conjunto de aquella comunidad familiar en las instituciones locales (las juntas de los valles).
El baserri estaba formado por un grupo que podía ir de la media docena a las dos docenas largas de personas. El volumen de población iba en función más de la capacidad de generar recursos que de la capacidad habitacional: a más suelo, más gente. El baserri era, básicamente, una unidad de producción. No obstante, la composición sociológica era muy homogénea. Los habitantes de un baserri formaban parte de un mismo grupo familiar con incorporaciones foráneas (abuelos, padres, nietos, hermanos, yernos, cuñados, sobrinos). La división del trabajo estaba muy marcada, y cada uno tenía una tarea encargada que, en algunos casos, iba más allá de las actividades agropecuarias: si la etxea era muy grande (explotaba una extensión importante del suelo y de bosques), fundían hierro, serraban madera, levantaban construcciones o elaboraban construcciones para los animales.
El baserri no repartía beneficios. Lo que hacía era garantizar alimento y techo a todos sus integrantes. Y los rendimientos que quedaban se reinvertían en la misma casa. Unas prácticas que, actualmente, nos parecerían más propias de un mundo de esclavos, pero que, en aquel paisaje medieval europeo de miseria, representaban una garantía efectiva de supervivencia.
Pero lo que resulta especialmente sorprendente era que esta garantía se proyectaba en todos los nacidos en el baserri. Incluso, a los que, en un momento de su vida, habían abandonado el núcleo. Es decir, que si un miembro emigraba —por cualquier motivo—, pero no tenía suerte, el baserri estaba obligado a acogerlo de nuevo y a reubicarlo en la cadena de producción propia. Era muy común que las mujeres que quedaban viudas, después de haber abandonado su baserri para ir al del marido, volvían a incorporarse al suyo de nacimiento.
Los beneficios del baserri, como los de las actuales cooperativas, eran, básicamente, sociales.





