Con su pensión de viuda y los intereses que le daban por el capital que había logrado rescatar del corralito impiadoso, le alcanzaba para vivir con comodidad.
Los gastos fijos, agua, luz, y contribución, el teléfono lo había cortado hacía bastante tiempo, total ya no le llamaba nadie y tampoco tenía a quien llamar.
Si quería saber algo de su amiga la llamaba desde el teléfono público de la esquina. De todas formas, cada vez la llamaba menos, no soportaba la larga retahíla de enfermedades familiares que la otra le desgranaba sin misericordia ninguna y haciendo hincapié en los últimos valores de sus análisis médicos, que si la glucosa, el colesterol y la madre que la parió.
A veces, cuando su amiga empezaba a contarle que la cuñada de la prima de su vecina tenía un cáncer y le estaban haciendo quimio y … bla bla bla de gente que ni conocía ni probablemente nunca conocería, le cortaba diciéndole:
“- Bueno che, hablemos de putas”
Y la otra se quedaba tan cortada, que sólo atinaba a un débil:
”- ¡Cleti, cómo sos eh!”.
Y dejaba de contarle tantas desgracias.
Pero los gastos se le disparaban, y tenía que hacer un esfuerzo tremendo por controlarlos, cuando se trataba de su pasión, su único lujo, aquello que daba sentido a su vida, el arrollador amor que sentía por la música clásica.
A veces pensaba que ella debía ser la persona en el mundo que sabía más de música clásica, y aunque no se vanagloriaba de ello, no era persona de andar haciendo exhibiciones tontas de sapiencia, a veces, especialmente cuando se topaba en alguna casa de venta de CD´s y DVD´s con algún jovencito de esos que creen saberlo todo y apenas se han asomado al cascarón, sentía una satisfacción maligna al aclararle algún concepto del tipo cuál es la versión más actual o la mejor considerada de alguna ópera o concierto.
Al jovencito en cuestión no creo que le importara lo más mínimo, pero a ella se le quedaba la sonrisa dibujada por el resto del día.
Anacleta era, para los que la querían, una melómana y para quien no entendía mucho del tema, simplemente una maniática.
Era capaz de distinguir al segundo acorde, cualquier aria de cualquier ópera y además hasta te decía quién la interpretaba mejor, dónde estaba grabada y con qué intérpretes.
En los divagues de las cosas que uno haría si se ganara la lotería, ella siempre pensaba que no se compraría ni pieles, ni joyas, ni siquiera una casa mejor, sólo se compraría toda la música clásica que existiera, todos los equipos de sonido, todos los abonos del Teatro Colón y volaría a la Scala de Milán, cuando el programa le resultara interesante.
Y tuvo suerte, a los sesenta y cinco años la diosa fortuna la tocó con su varita mágica y el boleto del Loto que jugaba todas las semanas salió premiado con uno de esos premios gordísimos que no te pagan en la agencia de tu barrio, sino que hay que cobrar en las oficinas centrales.
Excitada, triunfante, recorrió los mejores comercios de la ciudad.
Con una energía desbordante, desalojó la habitación que había pertenecido a sus padres, la más grande de la casa, la unió al salón, insonorizó todo y montó allí una maravillosa sala de música con el mejor y más moderno equipo de sonido.
En las estanterías se fueron colocando, en un orden riguroso, cientos de CD´s, cassettes y hasta discos de vinilo, con versiones aún no pasadas a las nuevas tecnologías.
Nadie lograba, por ese entonces, sacarla de su casa, como no fueran sus salidas hasta el palco del Colón y estas en taxi, para evitar que un viaje en algún medio de locomoción más lento le restara tiempo para disfrutar de su música.
Empezó comprando la comida ya preparada por teléfono (un teléfono que volvió a instalar a este único efecto y al que no atendía las llamadas porque había apagado la campanilla para que no le molestara con su música) y terminó instalando, en la sala de música, un sillón en el que dormía.
Pero en esta vida no hay sueño perfecto y cuando con una mano logras alcanzar algo sublime, por otro lado el pago te espera a la vuelta de la esquina.
Por eso, luego de los meses que le costó reponerse del accidente con el taxi, conmoción cerebral mediante y sorda, totalmente sorda para siempre, lloró hasta el cansancio en su sala de sonido ideal, acariciando los CD´s y las tapas de los discos que sólo había podido disfrutar unos cortísimos seis meses.
Cuando los ojos se le quedaron secos porque ya no le quedaron lágrimas, recordó a unos viejos de un geriátrico del barrio. No eran muchos, no más de treinta, pero recordaba que le habían comentado que un grupo de ellos eran melómanos como ella, y escuchaban sus viejos cassettes en un grabador que les habían prestado.
Así que desarmó su sala, contrató una camioneta y llevó su maravilloso equipo y su valiosísima discoteca al gran salón del geriátrico.
A partir de entonces, todos los viernes hacía el recorrido a pié, se instalaba en un sillón del gran salón del geriátrico, seleccionaba la música y escuchaba la melodía memorizada resonando en su cabeza, sin ninguna posibilidad de escuchar los agradecimientos, pero viendo los ojos brillantes y las caras radiantes de felicidad de aquellos que le llamaban “La Doña de la Música”.
Este cuento pertenece al libro ” Cuentos y flores, flores y cuentos”
