Ahora que las grandes farmacéuticas hacen el agosto con la vacuna del COVID, y que los que tienen poder o influencias, se matan por la vacuna, menospreciando a quien la necesita más, es bueno recordar esta parte de nuestra historia.
Hasta 1955, la poliomielitis se consideraba el problema de salud pública más peligroso en los Estados Unidos de la posguerra. Las epidemias anuales eran cada vez más devastadoras. La de 1952 fue el peor brote de la historia de la nación. De los casi 58 000 casos reportados ese año, 3.145 fallecieron y 21.269 quedaron afectados por parálisis, siendo niños la mayor parte de las víctimas.
El presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt fue la víctima más conocida de esta enfermedad. La contrajo en 1921, mientras la familia estaba de vacaciones y lo dejó paralizado de cintura para abajo.
La poliomielitis, llamada de forma abreviada polio o parálisis infantil es una enfermedad infecciosa que afecta principalmente al sistema nervioso y no tiene cura. Y se llama infantil porque las personas que contraen la enfermedad son principalmente niños. Se transmite de persona a persona a través de secreciones respiratorias y preferentemente infecta y destruye las neuronas motoras, lo cual causa debilidad muscular y parálisis.
Jonas Edward Salk encontró y presentó en 1955, una vacuna contra los tres tipos de virus de la poliomielitis, pero tenía el inconveniente de que era inyectable (intramuscular).
Albert Bruce Sabin, un virólogo polaco nacionalizado estadounidense, de origen judío, que tuvo que huir en 1921 del antisemitismo, fue el médico que descubrió la vacuna vía oral contra la poliomielitis. Sabin desarrolló una vacuna más eficaz, que se suministraba a los niños en forma de gotas en un terrón de azúcar. Comenzó a utilizarse en 1957.
Sabin decidió no patentarla, para que todas las compañías farmacéuticas pudieran producirla. Se las ofreció a todos los niños del mundo. Renunció al dinero de la patente para permitir que fuera utilizada por todos, incluidos los pobres. Entre 1959 y 1961, millones de niños fueron vacunados.
En Argentina, en 1956, se produjo la mayor epidemia de polio de la historia en el país. 6.500 casos notificados, de los cuales el 10% murió y muchos quedaron con la secuela de una parálisis. Una imagen representa claramente lo que fue la polio y sus devastadores efectos. El gobierno adquirió pulmotores, ya que esta afección comprometía los músculos de la respiración, la voluntad de médicos y enfermeras hizo lo imposible en los centros asistenciales para tratar a los pacientes, y las salas de los hospitales se veían con pulmotores uno al lado del otro.
Recuerdo el pánico y la histeria desatados en Buenos Aires. La gente pintaba los bordes de las veredas (aceras) y los troncos de los árboles con cal, se usaba lavandina para la higiene, a los niños nos hacían vahos con eucalipto, o se nos colgaba una bolsita de alcanfor del cuello, como si eso espantara al virus. Medidas que tomaba la gente ante la falta de soluciones.
A mi hermano de pocos meses y a mi nos llevaron a la estancia de nuestro tío, “San Ignacio” y allí, al aire libre y sin contacto con otros niños, escapamos del terror de vernos contagiados.
En un momento, la alarma cundió en los vecinos de Uruguay y Brasil, que no tenían la epidemia, y se había estudiado un posible cierre de las fronteras. Ya con el invierno y las campañas de vacunación que comenzaron en setiembre, la situación quedó controlada. Así, Argentina se transformó en el primer país libre de polio en América Latina.
¿Os hace acordar de algo? ¿Cómo contarán los niños de hoy lo que estamos viviendo?
Mi amiga Chichita es un caso muy cercano de las consecuencias de esta enfermedad. Ella recuerda los tratamientos cuando apenas era una niña y su infancia se vio truncada por el virus. Dado que la enfermedad no tiene cura, entendió y aceptó que su parálisis iría, con el tiempo, incrementándose. Sujetando su pierna por medio de abrazaderas de hierro, aprendió a caminar girando su torso mientras se apoyaba con un bastón.
Pero, a pesar de sus impedimentos, nunca la oí quejarse, podía levantarse y movilizarse con la ayuda de muletas, se mantenía en pie y participaba en la “Agrupación Lírica Amistad” del Centro Navarro de Buenos Aires, haciéndonos olvidar sus inconvenientes y burlando al destino que seguramente le deparaba un futuro de inmovilidad.
La actitud de Albert Sabin fue ejemplar. Él dijo: «Muchos insistieron en que patentara la vacuna, pero no quise hacerlo. Este es mi regalo para todos los niños del mundo». Y esa fue su voluntad.
Desde 2013 el “Instituto de Vacunas Sabin”, haciendo honor a su nombre, trabaja para extender los beneficios de la inmunización a todas las personas a través de tres ambiciones estratégicas: permitir el acceso y la aceptación de las vacunas, promover el conocimiento y la innovación de las vacunas e investigar y desarrollar nuevas vacunas.
El Instituto es asesor, coordinador y catalizador del cambio sistémico, y trabaja a nivel mundial para fortalecer las políticas, asegurar el financiamiento y generar voluntad política para que los países se “apropien de la inmunización”. Se asocia con países de ingresos bajos y medianos para informar la creación de soluciones políticas y de financiación de la inmunización a largo plazo, dirigidas a las generaciones venideras. Actualmente participa en el “Proyecto de Equidad de la Vacuna COVID-19”, una red global de más de 1.000 profesionales de inmunización que representan a 115 países, y apoya a los profesionales de la inmunización en los países de ingresos bajos y medianos, para prepararse y poner en funcionamiento programas de vacuna COVID-19 equitativos.