Micaela tiene ganas de salir esa tarde, deja a los nietos en el autobús que los lleva a la escuela y se apresura a subir al departamento para recoger la ropa que los niños han dejado desparramada por el piso. Los platos ya los ha lavado enseguida de comer, mientras los críos se lavaban las manos y preparaban sus mochilas, esa mochilas que cada día pesan más. Ella ya se lo ha dicho a su hija, estos niños cuando sean grandes van a andar con la espalda torcida porque esos armatostes les estropean la columna. Pero claro, como a ella no le hacen caso nunca.
Se arregla el pelo y se pone el tapado negro que le regalaron para su cumpleaños, hoy no va a llevar el marrón porque está viejo y hoy tiene ganas de presumir un poco, y no es que se vaya a encontrar con nadie en especial, sólo tiene ganas de dar una vuelta por el centro. Pone el pañuelo y el monedero en el bolso negro y da un respingo, porque otra vez casi se olvida de las llaves. Tienen razón en casa, el día menos pensado se va a quedar en la calle con las llaves dentro, es que últimamente su cabeza está en otra parte, parece que olvida las cosas que le acaban de decir, si hasta se le está olvidando hablar porque no le salen las palabras que quiere y se inventa otras que no tienen nada que ver para salir del paso. Esto a los niños les causa gracia, es como un juego de inventar cosas, pero a su hija le pone nerviosa y se enfada con ella ante el primer armatoste, chirimbolo o aparato.
En cambio las cosas del pasado las tiene tan frescas como si acabaran de suceder, sus súplicas al marido para que no mandara a los niños fuera de casa y el llanto amargo de ellos, sobre todo la congoja de Pablo, el chiquitín que se aferraba tanto a su falda que no lo podían despegar. Las tres niñas eran más grandecitas y entendían que sólo era para pasar un tiempo hasta que la guerra terminara y pudieran volver con mamá y papá.
Para ella fue un suplicio, esos meses sola en el piso tan grande y oscuro, recorría las habitaciones y abría los armarios para volver una y otra vez a doblar la ropita y dejarla en su lugar, en el lugar en el que debía estar cada cosa, como los niños que debían estar aquí, junto a sus padres. Por más peligro que hubiera, ella se arreglaría para protegerles y darles de comer.
Su marido pasaba todo el tiempo fuera de casa, con sus rollos de política. A ella no le interesaba nada la política, qué más le daba si ganaban terreno los nacionales o si los republicanos se hacían fuertes en un monte. A ella lo único que le interesaba era volver a ver a sus hijos, escuchar sus risas llenando la casa y las corridas por el pasillo y los gritos y peleas infantiles, no este silencio que pesaba sobre su corazón.
Por fin llegó el día, todo estaba perdido y había que salir en coche por la frontera. Adiós casa, adiós a todas las pequeñas cosas atesoradas durante toda una vida, en realidad durante más de una vida, porque en su casa no sólo estaban los recuerdos de su marido y de ella, sino los de sus padres y también los de sus abuelos. Quién sabe cuándo podrían volver, tal vez este era un adiós para siempre, o más bien para nunca.
Sin embargo, nada de todo eso importaba, lo más importante era que iba a volver a ver a sus queridos niños, a sus hijos del alma. Primero pasarían a recoger a Nekane y Maite, luego a Carmencita, y por fin irían a buscar a Pablito, a la casa desde donde les escribían que el niño crecía fuerte y hermoso, que hacía sus tareas en francés sin faltas de ortografía y que jugaba al fútbol como un crack. ¿Se acordaría su niño de ella?, su niño del alma tan rubio y bonito como un angelito, ¿se acordaría de su mamita después de esos años sin verla?
Los momentos siguientes se le confunden en una niebla espesa, recuerda fragmentos como de una pesadilla, las niñas tan señoritas y tan finas que no parecen sus hijas. Las que se tiraban al piso para jugar con las muñecas, ahora parecen salidas de un figurín. Recuerdan a sus padres y los besan, aunque a ella le parece que su cariño es un poco artificial, como si en su crecimiento hubiera perdido no sólo los momentos de alegría y tristeza, como si se hubieran muerto y hubieran tomado su lugar unas muñecas de porcelana.
Y Pablito, sus llantos y reproches abrazado a la otra, a la que le había substituido, a esa que él llamaba mamá y a quien ella odiaba con todas las fuerzas de su ser.
Tiempo después, cuando las lágrimas por el hijo perdido dejaron de brotar, llegó a perdonar a esa mujer. Ella le había dado al niño todo lo que Micaela no había podido darle, la tranquilidad de un hogar fuera de los peligros de la guerra, el alimento que en su casa faltaba por el racionamiento, la escuela, los juguetes, todo. Pero a cambio le había robado lo más preciado, el amor de su verdadera madre.
En la niebla de su memoria ve escenas del viaje en barco hacia Argentina, se ve a si misma enferma en el camarote, a veces encerrada en un mutismo de muerta en vida, a veces llorando y gritando como una loca, sin importarle su marido ni sus hijas. Llorando, sólo llorando por el hijo que quedó en Francia para siempre.
Y sus cartas, cartas que empezó a escribir en el barco y siguió escribiendo a lo largo de toda su vida, cartas que primero enviaba con la esperanza de que un día su hijo quisiera volver a verla, cartas que recibía de vuelta sin abrir, cartas que aún hoy sigue escribiendo a escondidas en su cuarto para que su hija no la regañe por mantener viva una maldita esperanza que le fue secando el corazón.
Con la mano se saca la niebla que aún la envuelve y se empeña en no recordar, hoy es un hermoso día de primavera, el sol comienza a calentar, los pájaros cantan alegres en los árboles, la gente parece feliz y ella mira unos bonitos zapatos que le harían juego con el abrigo en el escaparate de esa tienda tan cara que está en la calle Florida. Ni pensar en comprarlos, con su jubilación ni en dos años juntaría el dinero, pero son tan bonitos.
A su lado un hombre con aspecto distinguido mira sin mirar los mismos zapatos negros. Se los piensa comprar a su esposa para el cumpleaños, aunque sabe que ella los cambiará al día siguiente. No sabe cómo hacer para acertar con el gusto de Françoise, casi nunca le gusta el regalo, si es un vestido negro, ella lo hubiera preferido azul, si es un bolso grande, ella prefería uno más pequeño, lo cierto es que no importa mucho cuál elija, de todas formas no va a acertar.
De reojo y sin pensarlo, mira a la señora mayor que a su lado los está mirando, no tiene apariencia de ser una señora que compre zapatos tan caros, más bien tiene el aspecto de un ama de casa de barrio humilde, una de esas señoras con varios hijos y muchos nietos, tal vez, una señora como su madre a quien nunca volvió a ver después de que le abandonara en la casa de sus padres adoptivos, sin acordarse nunca más de él.
Este cuento pertenece al libro «Ayer, y no tan lejos«. Está inspirado en la vida de una amiga, refugiada vasca, que sufrió la Guerra Civil Española, tuvo que enviar a sus hijos lejos para salvarlos de los horrores de la guerra y, de los tres, sólo recuperó dos, no volviendo a ver nunca a su hijo más pequeño.


