Digamos que existen dos clases de sorginak: la bruja histórica, una persona mortal, por lo común bautizada, que en un determinado momento de su vida se ha desviado del camino del bien (en la moral cristiana). Y por otro lado, está el genio primigenio, el mito sacerdotisa de Mari.
Si nos referimos al primer concepto, la palabra «bruja» (sorgina en euskera), define a un tipo de mujer sabia, independiente, fuerte. Por siglos, las brujas fueron las mujeres que ayudaban a nacer a los niños, a curar a los enfermos, a consolar el dolor. Sabían escribir y leer, cantaban las canciones del pueblo, conservaban sus memorias. Tenían el papel de curanderas, preparando emplastos y elixires. Con la mandrágora preparaban una droga muy útil para facilitar la fecundación en las mujeres estériles. Una preciosa novela para introducirnos en el tema es “La Herbolera” de Toti Martínez de Lezea.
Ser bruja era un privilegio de espíritus libres, de corazones osados y sobre todo, de crecimiento espiritual pero en una dirección distinta a la que comprende la Iglesia.
Mujeres que se resistían y se enfrentaban al poder de la autoridad que deseaba desposeerlas de sus bienes y su dignidad. Brujas que había que exorcizar y castigar porque eran portadoras del mal, según defendía el poder civil y religioso. Y que, en realidad, resultaban incómodas por su falta de sumisión, su independencia y/o su inteligencia en una sociedad masculina patriarcal.
En el país vasco en el siglo XV, las sorginak fueron perseguidas y acusadas de brujería. Víctimas del caso más famoso de persecución de brujas, en la localidad del Pirineo navarro de Zugarramurdi, se realizó el proceso llevado por el tribunal de la Inquisición española de Logroño. En el auto de fe celebrado en esa ciudad en noviembre de 1610, 18 personas fueron perdonadas porque confesaron sus culpas y apelaron a la misericordia del tribunal, pero las 6 que se resistieron, fueron quemadas vivas. Y con este proceso se inició una persecución que produjo cientos de muertes en la hoguera, sin contar a aquellas mujeres que pasaron por las cárceles de la Inquisición sufriendo encarcelamiento, torturas, vejaciones y muertes. Muchas mujeres eran denunciadas por participar en los akelarres y, además, las acusaciones de brujería recaían frecuentemente en las viudas y solteras, mujeres solas, viviendo libres de ataduras y peligrosas para la mentalidad jerárquica.
La culturización y el declive del poder de los clérigos, hicieron cesar las persecuciones y los tormentos que se convirtieron en un mal sueño del pasado. Pero quedaron, como resabios de ese control sobre las mujeres que, consciente o inconscientemente, desafían el orden patriarcal, elementos de control sobre la vida porque nos controlaban cuándo y cómo parir; sobre las emociones porque nos convirtieron en princesas que debían ser rescatadas; y sobre el pensamiento o el intelecto porque nos educaron en la dependencia, asumiendo que no valemos y que somos inferiores en todo al hombre. Aquellas que se salían de esos patrones eran cuerpos prescindibles, merecedoras de castigo como advertencia para que otras mujeres no traspasaran las fronteras de la autonomía.
Afortunadamente, las cosas han cambiado bastante y aunque persisten resabios de machismo incontrolados, en algunas regiones del planeta más que en otras. Y aunque la lucha continúa, en la sociedad moderna se ha ido incorporando la noción de una mujer independiente, inteligente y capaz.
A la bruja se la ve como algo remoto, lejano, de otro tiempo. Pero la bruja no tiene edad ni tampoco una época, los espíritus fuertes trascienden esas ideas.
La búsqueda de conocimiento siempre es la misma, a pesar de que transites caminos distintos a los habituales, a los evidentes. Y una bruja lo hace, sea con el conocimiento de las hierbas o caminando por una ciudad moderna. Es el poder de la imaginación y de la intuición.
En cuanto al segundo concepto de sorgina, las sorginak son las asistentes de Mari, en su lucha por hacer pagar cara las mentiras. En tierras vascas se dice que vive el personaje más popular y poderoso de todos. Su poder para crear y destruir, para dominar las fuerzas de la naturaleza y controlar los animales y su belleza, hacían que los vascos la trataran siempre con respeto. Diosa de la agricultura, se ha conservado en el tiempo por más de 6.000 años, provocando los cambios meteorológicos con sus idas y venidas.
En la mitología vasca, Mari es la personificación de Amalur (Madre Tierra, Pachamama). También se la conoce como «Anbotoko dama» (La dama de Amboto), «Aralarko dama» (La dama de Aralar») «Aketegiko sorgina» (La bruja de Aketegi), «Bideko Emazte Txuria» (La dama blanca del camino), «Arpeko Saindua» (La santa de la cueva)… Mari es la reina de los dioses y ella domina a todos los personajes mitológicos.
Mari es la personificación femenina de la tierra, se asemeja a los mitos ctónicos (en mitología, esta palabra griega hace referencia a que pertenece a la tierra) que adoraban los antiguos pueblos matriarcales de la vieja Europa, ya que es una figura previa a los dioses celestiales de la cultura celta, así como al dios del cristianismo. Personifica las fuerzas de la biosfera, y con su poder, da equilibrio a estas. Es costumbre dejar ofrendas a Amalur en las cuevas y simas vascas, ya que se dice que estas son las puertas al interior de la tierra.
Es la reina de la naturaleza, y cuando Mari se acerca, se anuncia con una tormenta. En muchos lugares acudían a Mari para pedir que ahuyentase el granizo, y hay constancia de que para ello incluso el párroco del pueblo iba a celebrar misa a la entrada de la cueva donde vivía. Esto nos indica que después de la cristianización, todavía el pueblo seguía creyendo en su poder.
La mayoría de las veces Mari se muestra en forma de una mujer hermosa, de cabello largo, vestida de una túnica roja hasta los pies, con una cinta de oro en la frente. Esta espectacular dama aparece en distintas situaciones: en Durango sosteniendo en sus manos un precioso palacio de oro, en Amezketa se la ha visto surcando los cielos en un carruaje de oro tirado por cuatro caballos, en Oñate sobre un carnero, etc. Pero en otras leyendas toma forma de animal, de ráfaga de viento, de hoz ardiendo, de nube o arco iris. También aparece a la entrada de su cueva con un carnero al lado, su animal predilecto. Mari, al ser un personaje mitológico ctónico, vive bajo tierra y sale a la superficie por cuevas y simas. En varios relatos se menciona que Mari vive en Amboto siete años y se traslada por el cielo al monte Txindoki para vivir otros siete, alternando así su residencia.
En la planicie de Gaztelueta, en la Sierra de Aralar, hay un túmulo al que la gente arrojaba piedras en las noches de plenilunio. Existían charcas sagradas en las que hacían lo mismo las mujeres que deseaban tener hijos. También se depositaban monedas en las cuevas habitadas por los númenes, así se encontraron monedas romanas e íberas en muchas de ellas.
Si alguien penetra en su vivienda lo castiga, pero si ha entrado con su permiso siempre hay que tutearla, no se debe sentar en su presencia y al retirarse nunca se le puede dar la espalda. Mari condena el robo y la mentira, y castiga quitando el objeto del robo o mentira. Se decía que Mari abastecía sus arcas a cuenta de aquellos que niegan lo que es y afirman lo que no es. Además, castiga enviando inquietudes y quitando cosas, si son pastores suele llevarse un carnero. El castigo más ruidoso de Mari es el pedrisco, que lanza desde el mundo subterráneo.
En Oñate cuentan que el marido de Mari es el genio llamado Maju, pero los relatos del Goierri atestiguan que es Sugaar. Tiene dos hijos llamados Mikelats (honesto) y Atarrabi (malvado) que representan el equilibrio entre el bien y el mal.
Akelarre en Zugarramurdi Mari