.- A mi no puede pasarme nada, porque tengo mi casco mágico, me dijo mientras se ponía en la cabeza un escurridor de verduras viejo, oxidado.
.- Y ¿para qué sirve el casco mágico?
.- Para no dejar pasar las palabras feas.
Como apenas un rato antes, lo había escuchado llorar amargamente en su habitación, quise indagar un poco más en lo que había sucedido.
.- Es que los chicos me dicen cosas.
.- Y ¿qué cosas te dicen los chicos?
.- Me dicen «cabecita negra». Y que no puedo jugar con ellos. Pero mi abuela me regaló mi casco mágico, para protegerme.
Se supone que los niños siempre dicen la verdad, pero a veces son muy crueles y discriminan a otros, por prejuicios ajenos.
La familia de Juancito había llegado a San Telmo hacía poco tiempo. Eran del interior, del norte argentino. Buscando trabajo, como tantos otros, habían viajado a la capital. Alquilaban una habitación en el conventillo, al lado de la nuestra. Su padre hacía changas y su madre vendía verduras con un canasto, en la entrada del mercado.
Su abuela, sabia inventora del casco mágico, cuidaba a los cuatro niños y pocas veces salía a la calle.
Era una de esas viejitas de edad indefinida y sapiencias ocultas, que vestía con polleras (faldas) de colores y un sombrero de fieltro gris.
Sospecho que no salía a la calle, porque a ella también iban dirigidas palabras feas. Tal vez su sombrero tenía el mismo efecto que el casco mágico de su nieto. Porque las pocas veces que la vi, iba con la cabeza muy erguida y con un halo de dignidad que la envolvía.
Yo no entendía por qué eso de “cabecita negra”. Juancito era morocho y de piel tostada, como toda su familia, pero intuía que algo más había detrás. Por eso le pregunté a mi padre.
Lo cierto es que eso de “cabecita negra” es una expresión de desprecio que suelen utilizar los porteños para llamar así a los que llegan de las provincias del norte a trabajar, me dijo. Y tiene que ver por un lado, con que son de una clase económica más baja, por otro lado es una discriminación racista, porque muchos de ellos descienden de los indígenas que habitaban esa región antes de la llegada de los colonizadores. Y finalmente, como en todo, o casi todo, también hay una razón política. Es una expresión que utilizan los anti-peronistas para ofender a los peronistas, tratándolos de “negros”, de personas sin cultura a las que se atribuye su incapacidad para recibir una vivienda decente, porque utilizan los pisos de madera para hacer asados.
.- Pero nosotros tampoco somos porteños, dije. Ni siquiera somos argentinos. Y si es una cuestión de clases sociales…
Recordaba en ese momento el empeño que tenía mi padre en que yo me considerara rusa como toda mi familia, aunque hubiera nacido en Buenos Aires. Mis padres habían dejado la Unión Soviética en 1943, después de la batalla de Stalingrado. Mi madre estaba embarazada y prefería abandonar su país que legar a su hijo o hija ese territorio devastado por la guerra.
Así que yo viajé en la panza de mi madre y nací en Buenos Aires, al mes de estar instalados. Me pusieron de nombre Natasha, como mi abuela. Y mis padres siempre me hablaban en ruso, me enseñaban canciones rusas y nuestra comida era la de mis ancestros. En definitiva, nuestra casa era más un consulado ruso, que la habitación de un conventillo porteño. Por eso cuando mi maestra me corrigió la redacción y me puso que yo era argentina, mi padre fue a hablar con ella, hecho una furia. Y por eso, siempre me repetía que yo era rusa, a pesar de haber nacido en territorio argentino.
Aunque eso de ser rusa o argentina, a mí no me importaba mucho en aquella época. Viviendo, como vivíamos en un conventillo, las lenguas y los olores se mezclaban continuamente.
Nuestra casa era preciosa, con esculturas y hasta un par de angelitos que miraban todo desde la parte mas alta de la fachada. Vista de frente tenía una entrada con una gran puerta de hierro y una ventana. Al entrar había un pasillo que llevaba al patio con baldosas en un damero hexagonal blanco y negro. La ventana del frente era de la habitación más grande y la única que tenía ventana. Era de Doña Enriqueta, la dueña de la casa, que vivía con su hijo.
Al patio daban las puertas de todas las habitaciones de la planta baja, el baño de abajo y la cocina y, a la derecha, estaban las piletas donde se lavaba la ropa, con un espejo encima para afeitarse los hombres y no tener ocupado el baño. Y la escalera que llevaba a la planta alta, a sus habitaciones y al baño de arriba.
Había en la pared unos clavos que, enfrentados a otros en el extremo opuesto del patio, sostenían alambres donde las ropas eran puestas a secar. Durante el invierno, con lo húmedo del clima y lo sombrío del ambiente, no era extraño que las prendas pasaran colgadas una semana o más, obligándonos a hacer todo tipo de contorsiones para pasar entre ellas. Pero mucho cuidado con tocar alguna, porque desde un rincón que no veíamos, recibíamos la advertencia.
Los alambres del tendedero eran de uso común, pero no así los broches, circunstancia que podía servir de inicio para algún diálogo tirante sobre la propiedad de un palito (todos eran de madera y de un mismo color).
Aunque algunas de las habitaciones tenían su propia cocina: una mesita con un Primus de querosén, la mayoría de las familias usaban la cocina de la casa.
Pensarás que siendo tantos, habría innumerables enfrentamientos. Curiosamente, no recuerdo ninguno que fuera importante, los pocos que se daban no pasaban de alguna indirecta en voz alta, especialmente cuando a quienes se estaban duchando se les cortaba el agua. Entonces, invariablemente, culpaban en voz alta a los del otro nivel.
El hijo de Doña Enriqueta, que había perdido su nombre para convertirse en eso: el hijo de Doña Enriqueta, era el ser privilegiado del conventillo y el más envidiado. No tenía necesidad de pagar el alquiler todos los meses y además, usaba para vivir la habitación con ventana a la calle. De todos los ambientes de la casa, sólo el de doña Enriqueta tenía ventana a alguna parte. Los demás eras tumbas, tenían sólo una puerta. Sobre todo, los del piso inferior, donde vivíamos nosotros.
El ancho de nuestro patio no superaba los cuatro metros y su largo andaría por los diez. Al ser tan angosto y la edificación tan alta, era realmente sombrío. Una vez, cuando era chiquita, le pregunté a Doña Enriqueta si allí no entraba nunca el sol y me respondió:
.- Si, en el verano se ve un triangulito en aquel rincón.
Las puertas eran dobles, de madera con vidrios en la parte de arriba. Tenían unas cortinas de junco que se enroscaban sobre sí mismas, con un piolín y un simple efecto de polea. No entendía para qué se usaban si nunca entraba el sol, hasta que un día descubrí el concepto de intimidad.
Lo que si entraba, porque tenía libre circulación, eran los olores de la cocina a los que se unían los generados por las señoras que cocinaban en nuestro patio, y sumados a algunos de los aromas del baño, que subían acariciando las puertas de los pensionistas del piso superior.
Las mujeres se repartían el trabajo de la cocina entre el patio, que a esas horas se llenaba de los chismes de las vecinas que intercambiaban recetas y condimentos y de los ruidos de sus utensilios, que sacaban los Primus y las cazuelas para preparar los guisos sobre unos cajones de manzanas que hacían las veces de mesada. Y la gran cocina, más cómoda por las noches y sobre todo, en invierno.
Mi madre aparecía en nuestra pieza con un repasador blanco grande y la cazuela que apoyaba sobre la mesa que yo había tendido con el mantel también blanco, los 3 platos, los 3 vasos, los cubiertos, una jarrita con agua y el salerito.
Aparte de las camas, la mesa, las 3 sillas y el ropero donde en uno de los cuerpos se guardaban la cacerola, los platos, los vasos, además de la yerba, los fideos, la harina, el azúcar, el aceite y los condimentos, nuestra única posesión era una radio pequeña. La radio, que normalmente estaba escondida porque las normas conocidas, aunque no escritas de la casa, prohibían su uso porque gastaba mucha electricidad, tenía que guardar el anonimato. Si la encontraba Doña Enriqueta, era confiscada.
Y aunque disfrutábamos de algo de música y mi padre de sus partidos de fútbol, creo que era más placentera la transgresión a la rigurosa norma, que el rato de entretenimiento que nos pudiera brindar.
Algunos clavos de distintos tamaños puestos en el marco de la puerta y en las paredes actuaban de perchas para colgar toallas, repasadores, llavero, la bolsa de tela para el pan y la ropa de todos los días.
Nuestro baño estaba ubicado al fondo del alargado patio. Frente a él se formaba la cola de quienes necesitaban usarlo, especialmente por las mañanas.
Su aspecto exterior era modesto, pero el interior era realmente muy pobre. El inodoro era blanco, ligeramente rayado en el borde superior y por falta de la tapa de madera, era desagradable sentarse en ese artefacto.
Unos cuantos clavos oxidados permitían colgar la toalla junto al lavatorio, o tal vez alguna ropa cuando nos íbamos a duchar.
La falta de toallero adecuado, y el asco que daba poner elementos íntimos en el piso o en los clavos de las paredes, hacía que nuestras manos siempre estuvieran ocupadas sosteniendo algo. Por eso, tuve que aprender una costumbre que me sigue sirviendo cuando visito un baño en cualquier lugar público de la ciudad, a usar el baño con el papel higiénico mantenido con los dientes, postura que va acompañada con una permanente aspiración por la boca, para no mojar el papel, porque de esa manera perdería su utilidad.
Un pequeño espejo, colgado sobre el lavatorio, completaba el moblaje de aquel baño. Desde el medio del cielorraso bajaba un cable que remataba con una lamparilla en su extremo inferior. Esta bombilla servía para iluminar y también para que alguna mosca que sintiera asco de posarse en el lavatorio o el inodoro, pudiera descansar allí.
Nuestra puerta estaba casi al medio del patio. A la izquierda estaba la de la familia Dopazo, integrada por un padre de unos cincuenta y tantos años, la Rubia de unos veinte y el Rubio de dieciocho. La mamá no existía. En ese ambiente no se preguntaba si se fue, se murió o si se asustó del lobo y cambió de bosque.
A la derecha de mi pieza vivían mi amigo Juancito, su papá Antonio, su mamá Alén, su abuela y sus tres hermanos más chicos: Pedrito, Cheuque que quiere decir ñandú y la única niña: Pilmayken, que significa golondrina.
Aunque separados de mí por una pared que llegaba al techo, a través de esta se escuchaba todo. Y los matrimonios del conventillo no le ponían filtros al volumen, ni al léxico en las discusiones, ni en las expansiones amorosas. Pero allí nadie debía intervenir ante cualquier bochinche que no le perteneciera.
Bueno, vuelvo al tema de Juancito, que ya me he ido por las ramas.
Cuando mis padres se enteraron del episodio del casco mágico, fueron a hablar con la familia de Juancito. Yo no sé de lo que hablaron, pero a partir de ese día todos los que vivíamos en el conventillo nos convertimos en una piña, una gran familia en la que todos defendíamos a todos, especialmente a los chicos.
Mi madre empezó a organizar los “Domingos del casco mágico”, que era una fiesta especial y maravillosa cada semana. Cada familia cocinaba platos de su nacionalidad, nos vestíamos con lo mejor que teníamos y armábamos una gran mesa en el patio. Allí se compartía todo, se comía, se bebía, se cantaba, se bailaba y se reía, se reía mucho, olvidando las penurias pasadas y disfrutando un futuro prometedor.
La familia Campanella, que eran de Sicilia, se encargaban de amasar y preparar la pasta para todo el mundo. Como sobraba, seguíamos comiendo los restos a la tardecita.
Mi madre preparaba los varenikes que se los pedía todo el mundo y, en invierno, el borsch caliente con ese gustito a remolacha que nos encantaba. Y también baklava, cuando conseguía pistachos en el centro.
Las empanadas salteñas que preparaba Alen, la madre de Juancito, eran buenísimas y no se parecían a ninguna otra que hubiéramos probado. Si estabas de pie, había que comerlas con las piernas abiertas porque eran tan jugosas que chorreaban y siempre te manchabas.
Había una pareja de la India que hablaban poco porque sabían poco castellano y eran tímidos, pero reían mucho cuando les decíamos que su falafel era el más rico del mundo. Además a las chicas nos chiflaba ver y tocar el sari que ella conservaba de su boda.
La gallega Matilde hacía unos panqueques con dulce de leche que nos volvían locos a todos los chicos (y no tan chicos). Mi madre decía que eran más ricos porque los hacía con más agua que leche. Pero en mi vida he conseguido hacer unos parecidos. ¡Y mira que he probado recetas!
La señora Levy preparaba de postre un Halva de sésamo que era parecido al Mantecol, pero muchísimo más rico.
Y sobre todo, se trataba de ayudar a los demás. Si a uno se le rompía algo, iban todos a arreglarlo lo mejor que pudieran.
Mi padre le consiguió al papá de Juancito un trabajo en la empresa donde él trabajaba. El hombre estaba más feliz que una perdiz. Tenía un sueldo seguro todos los meses. Hasta se compró una guitarra con la que amenizaba las fiestas de los domingos. ¡Y no cantaba nada mal!
Mi madre, por su lado, le ayudó a Matilde a hacer todos los papeles para que sus nietas mellizas Amalia y Catarina, entraran a estudiar en el mismo colegio al que iba yo y, como teníamos la misma edad, las pusieron en el mismo grado y nos hicimos grandes amigas, hasta el día de hoy.
Un día se pusieron de acuerdo y entre todos los hombres, reformaron los dos baños del conventillo, que luego te daba pena de usarlos de tan bonitos que habían quedado.
La que siempre era un espectáculo, era Sakin, la abuela de Juancito cuyo nombre significa la “Preferida” en lengua calchaquí. Ella siempre tenía leyendas y cuentos antiguos que le gustaba contar en la sobremesa. Cuando la veíamos que se preparaba, haciendo la ofrenda a la Pachamama, ya estábamos todos haciendo un corro para escuchar mejor.
Desde aquellos tiempos entendí que a partir del momento que uno comparte con otros el baño, la ducha y las piletas de lavar su ropa, o sea los espacios de su intimidad, uno se está integrando de una manera muy especial, porque estas cosas son las que uno comparte con las personas más cercanas.
A falta de las familias que habían quedado lejos, en ese conventillo del barrio antiguo de San Telmo los chicos aprendimos el sentido de pertenencia a un grupo, un barrio, a una ciudad. Se fue formando una familia multirracial que se convirtió en “nuestra” familia, donde todos dependíamos, queríamos y defendíamos a los demás, donde la gente cambió la manera de relacionarse con los otros.
Una familia con la cual, a pesar de los años transcurridos y la dispersión a la cual nos ha llevado la vida, seguimos acudiendo cuando hay algo que festejar o algo que llorar.
Este cuento pertenece al libro “Cuentos para volar sobre las cúpulas” que es de mi autoría y está aún en proceso de escritura y edición.





