17/08/2001
Hoy aprovecho para tomar notas de lo que estoy viendo, no quiero perderme ningún detalle, también repongo fuerzas ya que estos viajes son en general cansadores, leo un rato, arreglo la maleta y como temprano. Nuestro vuelo sale a las 15:45 y el destino: Varanasi, la antigua Benarés, una de las ciudades vivas más antiguas del mundo.
Durante más de 2500 años esta ciudad ha sido destino de millones de peregrinos. Los ríos Varuna y Assi (que forman el nombre Varanasi) desembocan aquí en el sagrado Ganges. La población se recuesta en la orilla oeste del río que fluye de sur a norte.
Hay otro nombre que recibe la ciudad, y que no es tan conocido: Kashi, que en sánscrito significa resplandeciente. La luz que ilumina la brillante Kashi pertenece al dios Shiva que es su protector (el dios de la destrucción, pero también el de la reconstrucción) y Kashi es su hogar.
Llegamos a Varanasi después de un tranquilo vuelo de 40 minutos. Un autobús nos espera y nos lleva al hotel Taj Ganges. La sorpresa es que encontramos en el hall a Ramiro Calle, el autor de la excelente guía que tengo: «India del Norte y Nepal». La pena es que tengo el libro en la maleta, sino se lo hubiera hecho firmar como recuerdo.
Hemos quedado en realizar un recorrido esta noche para ver el ambiente en los ghats. A pesar de que mañana tenemos que levantarnos muy temprano y nos espera un día pesado, todos tenemos expectativas por conocer esta ciudad.
En autobús primero y en rickshaw luego, nos adentramos en las calles iluminadas y con gran tráfico. Estos rickshaw no son motorizados como los de Jaipur, y el conductor se afana en sus pedaleos, sobre todo cuando algún coche le hace parar y tiene que arrancar nuevamente. Recuerdo escenas de la película “La ciudad de la alegría” cuando el protagonista consigue el trabajo de llevar uno de estos carritos por las calles de Calcuta. Me pregunto si en la realidad, como en la película, estos coches pertenecerán a un solo dueño, rodeado de su grupo de mafiosos que hacen cumplir sus leyes particulares a fuerza de palizas. Por las trazas de nuestro conductor, no me extrañaría que viviera en una casucha como las que se ven en el filme. ¡Qué increíble! De pronto zigzagueando entre los coches y los animales por estas calles, me parece estar viviendo dentro de la película. Al llegar a una plazuela dejamos carros y conductores y seguimos el trayecto a pie.




Varanasi es un lugar privilegiado para morir y arrojar las cenizas al río, ya que el que lo logra alcanza la moksha, es decir se libera del ciclo de las reencarnaciones. Es por esto que en sus calles encontramos enfermos, tullidos y viejos que han hecho un largo camino para llegar al río sagrado. Una vez más se me representa la imagen del tullido de “La ciudad de la alegría” y de su inmensa felicidad cuando su mujer leprosa lo convierte en padre.
Nos mezclamos con la gente del lugar. Me gustaría caminar lentamente entre los puestos y detenerme para ver la ropa, comida y objetos sagrados en los tenderetes. Pasamos bastante deprisa. Gente, vacas, perros, olores, imágenes de Ganesha y de Shiva se entremezclan en un caleidoscopio multicolor.
Un grupo de hombres lleva una imagen en andas, van cantando y de vez en cuando comienzan a gritar. Es un ambiente extraño y primitivo que impacta bastante. Al no ir en grupo, nos sentimos a merced de la muchedumbre. Benares, la ciudad sagrada y eterna en la que todo hindú sueña con pisar sus ghats y purificarse en sus aguas, acoge una multitud de hombres, mujeres y niños venidos de todas partes y todos parecen en este momento concentrarse en estas calles.
“Ek Bolo Ganga Maiya Ki Jai” (Aclamemos y recemos a Ganga, la Madre Diosa). Estas son las palabras con las que los peregrinos saludan al río redentor, a su llegada a Varanasi.
Llegamos a la margen del río, al ghat Dasashwarmedh, subimos a una barca y comprendemos el por qué del apuro: se está celebrando una ceremonia. Los cuatro oficiantes cantan al son de los tambores, rezan y ejecutan movimientos que forman una especie de danza.



El humo de las antorchas nos envuelve y asistimos al ritual desde el río, en una especie de anfiteatro formado por las barcas que permanecen aún amarradas.
Al terminar, unas niñas suben a la barca para vender unas ofrendas consistentes en una hoja de alguna planta, sobre la cual hay una pequeña vela rodeada de flores. Los barqueros sueltan las amarras y la barca lentamente se adentra en el Ganges. Prendo la vela y cumplo con mi pequeño ritual, pensando en aquellos a quienes amo, los que aún me rodean y los que ya no están, la deposito sobre las aguas del río sagrado.
La barca se desliza silenciosa en la noche, mientras la luz de la llama se va haciendo cada vez más pequeña. En la oscuridad se perfilan las figuras de templos y santuarios. La corriente nos lleva hasta el ghat Manikarnika, que es el lugar donde día y noche se incineran los cadáveres. Nos detenemos.
La costumbre indica que se deben esperar algunas horas para que lleguen los familiares más cercanos de la persona fallecida y luego se trae el cuerpo envuelto en un lienzo blanco a este lugar donde se baña por última vez en el río. Después se deposita sobre el montón de leña apilada y el hijo mayor (o el pariente varón más cercano, en caso de no tener hijos) es el encargado de encender el fuego de la pira. Al cabo de algunas horas el cuerpo es reducido a cenizas y estas se echan a las aguas del Ganges.
No se ven mujeres en estas ceremonias, las mujeres se quedan en casa a llorar en la intimidad.
Continuamente llegan a este ghat cuerpos para ser cremados, en coche, en carro, portados en andas por sus familiares y los montones de leña se multiplican en el reducido espacio.
En la noche, las volutas de humo de las piras funerarias llevan las brasas hacia el firmamento. La gente de la barca baja a caminar por el ghat.
Silencio, oscuridad, nos hemos quedado solos con el guía Miguel y los barqueros. Un intenso sentimiento de lugar sagrado me invade. A través de los tiempos, miles de seres han llegado hasta aquí para morir a orillas de estas aguas, sus espíritus conforman una especie de fortísima energía que se siente, se me eriza la piel y las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas.




Dicen que Shiva jamás te deja indiferente, que destruye la ignorancia para construir el despertar interior. Desde luego, no creo que en mi vida pueda olvidar este momento. Varanasi y el Ganges con toda su energía, han entrado en mí para siempre.
