Roberto Arlt, fue un novelista, cuentista, dramaturgo, periodista e inventor argentino. Considerado como uno de los escritores argentinos más importantes del siglo XX, en especial por sus novelas “El juguete rabioso” (1926), “Los siete locos” (1929), “Los Lanzallamas” (1931) y “El Amor Brujo” (1932). En el ámbito del teatro, con obras como “Trescientos millones” (1932), “El fabricante de fantasmas” (1936), “La isla desierta” (1937), y en la prensa argentina, con sus variopintas aguafuertes que se publicaban semanalmente en el diario El Mundo.
Eran textos llenos de ironía y mordacidad, retratos de tipos y caracteres propios de la sociedad porteña, la cara oculta de una Argentina agitada por conflictos ideológicos y de clase, amenazada por una crisis económica inminente, observada por los militares que dominarían la escena política a partir de 1930.
En este contexto, los años veinte, están enmarcados por la Revolución Rusa y el final de la Primera Guerra Mundial por un lado, y el crac del 29 y el golpe militar en la Argentina, por otro. Así, el país no vivió directamente los dos primeros hechos, pero sus ecos llegaron con fuerza, de modo que los cambios artísticos y filosóficos convulsionaron el optimismo de la década anterior. Y la crisis del 29 mostró la vulnerabilidad y la superficialidad sobre las cuales se sostenía el frágil equilibrio socio-económico del país, dependiente de las fluctuaciones económicas del exterior por la fuerte dependencia del capital extranjero y de sus inversiones.
La excepcional lucidez de Arlt haría de esta obra, interpretable como la voz de los postergados por el sistema social vigente, el punto de partida de la novela argentina contemporánea.
La figura de Arlt se mantuvo a la sombra durante gran parte de los años 40s, 50s, y principios de los 60s, cuando su obra experimentó un resurgimiento progresivo gracias a la tarea de críticos como el fallecido Ricardo Piglia. Se lo considera como un precursor del teatro social argentino y de corrientes posteriores como el existencialismo.
En cuanto a sus aguafuertes, luego recopiladas en su libro “Aguafuertes porteñas”, un crítico señaló: “Con su humorismo directo, pródigo en alfilerazos, Arlt se asomaba a los rincones de la ciudad y narraba día a día su historia íntima. Quizás en la sutil identificación de tema y estilo esté el secreto de su popularidad “
Hoy os traigo “Diálogo de lechería”. Un gracioso texto que nos recuerda la proverbial labia de los porteños. ¡Que lo disfrutéis!
Días pasados, tabique por medio, en una lechería con pretensiones de “reservado para familias“, escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el individuo era un divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:
El Tipo.- Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me juraste vos amor eterno? No. ¿Y entonces…?
Ella.- Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quiero…
El Tipo.- Uh… Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?
Ella.- ¡Monstruo! Te sacaría los ojos…
El Tipo.- Y ahora me amenazas en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés privarme de mi libertad de albedrío?
Ella.- ¡Qué disparates estás diciendo!…
El Tipo.- Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que, como un manso cabrito, me pase la vida adorándote…
Ella.- ¿Manso cabrito vos?… Buena pieza… desvergonzado hasta decir basta…
El Tipo.- No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de palabra.
Ella.- Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me querías…
El Tipo.- Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer… y otra cosa, querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Ahora…
Ella.- Ahora ¿qué?
El Tipo.- Ahora no te quiero como antes.
Ella.- ¿Y cómo me querés, entonces?
El Tipo.- (con mucha dulzura) Te quiero… ver lejos.
Ella.- Un descarado como vos no he conocido nunca.
El Tipo.- Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno. Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande, grandote y andate… andate lejos.
Ella.- (furiosa) ¿Y por qué me besabas, entonces?
El Tipo.- Ejem… Eso es harina de otro costal…
Ella.- Parecés panadero.
El Tipo.- Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas: Ven qué hombre más zonzo, ni me besa…
Ella.- (resoplando) ¡Yo no sé cómo no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de besarme?
El Tipo.- No exageremos. Algo también me gustaba… Pero no tanto como vos creés…
Ella.- Se puede saber, decime ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüenza.
El Tipo.- Sin embargo, yo soy muy tímido… Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte al diablo… No, al diablo, no, querida; no te disgustés… es una forma de decir.
Ella.- (agarrándose al tema) De modo que vos me besabas a mí…
El Tipo.- ¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado, tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés norteamericana.
Ella.- ¡Norteamericana! ¿Por qué?
El Tipo.- Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y ¡zas!, la única indemnización tolerada es el casamiento… de modo que a los besos no les des importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra cosa…
Ella.- Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos…
El Tipo.- Convengamos que decís una verdad grande como una casa. Y luego me reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente. ¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?
Ella.- ¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.
El Tipo.- No… Estás mal, o tengo que suponer que vos no entendés de matemáticas. Pongamos que son diez besos… Y estaremos en la cuenta. Y tampoco llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales… Y ahora, después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mujeres?
Ella.- Me enojo porque me querés abandonar infamemente.
El Tipo.- Yo no te di más que unos besos para que vos no les dijeras a tus amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio, te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la cola que me cuenta historias pueriles y manidas… y que porque me des un beso de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras prestado a interés compuesto los tesoros de Rotschild.
Ella.- Pero vos sos imposible…
El Tipo.- Soy un auténtico hombre honrado.




Honrado si, aunque parece que adolece de una honradez tardía, fruto seguro de la timidez. Un saludo.
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Sí Carlos, una timidez ¡¡inconmensurable!! ¡Ja Ja Ja!
Saludos a ti también.
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Las lecherías de La Martona…; recuerdo de pequeño, algunas mañanas de sol, mi padre dejaba la carnicería atendida por un empleado y me llevaba a tomar una leche con crema y vainillas en uno de esos locales, en este caso, en la avenida Entre Ríos, entre Humberto 1º y San Juan. Tenía unas preciosas mesas de pie de hierro forjado y tapa de grueso mármol y sillas vienesas…, todo un lujo que vaya a saber cuánto costarían hoy. Lo que no recuerdo es la cantidad de vainillas que nos zampábamos tras bañarlas en el vasazo de leche. Has reflotado un bonito recuerdo, gracias. Saludos.
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Hola Daniel.
Me alegro de haber despertado un bonito recuerdo de una costumbre compartida con tu padre. Avenida Entre Ríos 1125 era una de las sucursales. Todo era blanco y limpio, daba la sensación de estar en un rincón fuera de la ciudad y su gente. ¡Un lujo! ¡Cómo se disfrutaba!
Gracias a ti por escribir. Un abrazo.
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Jajaja, menudo diálogo.
Buenos días, Marlen.
No sé si sería un tío honrado, tímido o descarado, pero tenía labia (parla, cháchara, lengua) para dar y tomar.
No había leído nada de este autor, aunque sí me quería sonar su nombre.
La verdas es que el relato que has puesto de muestra es bastante divertido y curioso y, desde luego, merece ser leído con acento argentino. 😜
Un abrazo, amiga.
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Hola che, ¿qué tal decís que te va?
Perdoná, ¡se me piantó el acento!
Honrado, no lo sé. Pero de canguela no tenía ni un pelo. Un chabón que se las da de piola y no es más que hilachas. Un cancherito que no tiene pulenta para una mina como esa, que lo único que quería era tomarse el piro. Eso sí, en el chamuyo era un troesma, verseaba más que Borges. Pero la piba lo mandó en cana.
Bueno capo, me tomo el buque, que se me enfría el morfi.
Bancame hasta la tarde. Chau pibe.
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No te lo creerás, Trujamán, pero parece que hablas gaditano castizo. 😅😂
canguela, darse el piro, hilachas… ¡Cuánto tenemos de parecido, hermana!
Estate al liquindoy, piba, que lo mismo tienes sangre gaditana.
Rebujina de ashushones con mijitas del freidó.
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¡¡¡Ja Ja Ja!!! ¡Y yo que creía que ibas a tener que preguntarle a San Google!
La que ha tenido que preguntar he sido yo, porque eso de rebujina (preciosa palabra) no lo conocía y me he encontrado, además de con el alboroto y el bullicio, con la rebujina sevillana. ¡Con lo que me gustan los frutos secos! ¡Maencantao!
Ah, ya me he estado enterando de los platos de los freidores, que eso sí que no me lo pierdo cuando vaya por allí. Y que conste que no me alcanza con las mijitas. ¡Quiero probar todo!
Abrazos salados.
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Más información.
Las mijitas del freidor era un «plato» especial que se vendía mucho más barato antiguamente para los que no se podían permitir comprar el pescao. Eran los restos que quedaba en el expositor de pescao. Frituras y demás. 😜.
Hoy en día creo que ya no se venden. Pero están de güenas. 😋😝
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¡¡¡Es que los fritos me pierden!!! Mmmmmmm Se me hace la boca agua.
¿Cómo hemos llegado de un diálogo de una pareja en una lechería, a meter los dedos en las migajas del expositor de las frituras? Es que, como diría mi abuela: ¡Somos de buen comer!
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