Victoriano Larrayoz Vallejo, mi padre

El Plazaola fue un tren de vía estrecha que discurría entre Pamplona y San Sebastián (85 km) y que estuvo en funcionamiento desde 1914 hasta 1958. En la parte gipuzkoana, cerca de la muga con Navarra, se encontraban las minas de Plazaola o Bizkotx, que dieron el nombre al tren que transportaba el mineral hasta Andoain.

Actualmente su trazado se ha reconvertido en un agradable paseo entre bosques y prados, que discurre por la Vía Verde, y es apta para circular en bici o caminando. Durante el recorrido, que transcurre en su totalidad por pistas (tierra compactada o cemento), se cruza el túnel de Huici (Uitzi) que con sus 2,7 km de longitud, en su momento fue el túnel ferroviario más largo de Europa. El túnel de Uitzi se convirtió en uno de los emblemas del Plazaola. Era el más largo que se había construido en la península, recto, con una pequeña elevación en el centro desde la que se puede divisar el punto de entrada y el de salida. Atraviesa una montaña y la divisoria de aguas entre el Mediterráneo y el Cantábrico. Pasar por este túnel en un tren de vapor, a 10 km/h es una hazaña, aunque en Leitza se dice que «recorrerlo a ritmo del Plazaola, es un buen comienzo de viaje de novios para los recién casados».

Según cuentan, un domingo de 1919 en la misa mayor de Leitza, un fraile, en su sermón desde el púlpito, dijo: «En Leitza no se oiría ni un insulto, si no hubiera llegado ese maldito Plazaola.» ¿O sea que el tema de la inmigración no es de ahora?

En el tramo Irurtzun – Sarasa es de destacar el viaducto de Gulina compuesto por 17 arcos de piedra y la fuerte pero corta subida de algo más de 300 metros, poco antes de Erice de Iza. Desde aquí se contempla el caserío «Larrayoz Zahar», en Ventas de Gulina, donde nació el 20 de agosto de 1916 mi padre, Victoriano Larrayoz Vallejo, en el seno de una familia de las que en su tiempo hubieran dicho que era una familia normal y hoy en día definiríamos como numerosa. Seis hermanos le precedieron y dos nacieron después de él.

Irene, Benito, Agueda, Basilio, Juan, Francisco, Victoriano, Antonia y Juan Esteban. Nueve hijos eran demasiados para sacar adelante una mujer sola, así que a los siete años, tras la supuesta muerte de su padre, la madre María Ana Vallejo Urriza le envió al pueblo del padre, Sarasa al caserío de unos tíos, para que le criaran. Lo de supuesta muerte no es una figura retórica ni mucho menos. Al cabo del tiempo, a los sesenta años, Víctor se enteró que su padre, Francisco Larrayoz Zubillaga, murió muchos años después y que sus hermanos mayores sabían que vivía en Navarra, pero nunca se lo dijeron. Un secreto familiar que le dejó el mal sabor de boca de no haber conocido a su padre y, sobre todo, de no haber tenido la confianza de su madre o de sus hermanos para enterarse antes.

Pero… eran otras épocas y poco se les explicaba a los chiquillos, eran tiempos en que se les contestaba: “Tú come y calla” y ante eso no cabían muchas indagaciones.

Sus primeros años fueron difíciles. En el campo no existía la niñez, desde muy pequeño había que ayudar en los trabajos y el tiempo para jugar se transmutaba en tiempo de barrer el corral, dar de comer a los cerdos, de acarrear el pienso, de cuidar la viña o de sacar piedras de la era mientras el agua de lluvia las descubría. Lo de cuidar la viña era lo que más le gustaba. Con el pretexto de que algún perro vagabundo había entrado en la viña y podía destrozar las plantas, Víctor lograba unos momentos de alegre juego que compartía con otros chavales del pueblo. Los tíos que lo acogieron como hijo no conocían tampoco otra vida y de los siete a los doce años lo criaron dándole comida y trabajo.

Del mucho trabajo Víctor nunca se quejó, sin embargo hay algo que siempre reprochó a sus tíos y es que no le dejaran estudiar. No podía ir a la escuela de los pequeños porque tenía que trabajar en el campo, pero no podía ir con los mozos a estudiar de noche porque era pequeño. Y en ese juego de caminos sin salida se le fue pasando el tiempo de aprender a leer y a escribir. Solía esconderse en el pajar con alguna hoja de periódico viejo tratando de adivinar las letras y de comprender el sentido de esas palabras que se le escapaban. Así, con los diarios y la ayuda de algún mozo de la cuadra fue descubriendo el mundo de las letras y los números y fue cimentando su afán de aprender a toda costa.

Un interés que le llevó a ser autodidacta en el aprendizaje de los diferentes idiomas de aquellos países en los que le tocó vivir, logrando en muy poco tiempo aprender francés y luego alemán. Esas ansias de aprendizaje y ese pensamiento de que no eres nadie si no tienes un mínimo de cultura y si no puedes valerte para leer y escribir con corrección, hizo que muchos años después, en plena guerra civil, se dedicara en Barcelona a enseñar a sus compañeros de batallón las nociones básicas de lectura y escritura.

Recuerdo que cuando yo preparaba mi examen de ingreso a la escuela secundaria en el lejano Buenos Aires, él estudiaba conmigo las reglas ortográficas y las operaciones aritméticas combinadas, las fracciones o los problemas con la regla de tres. Todo un mundo que no dejó nunca de fascinarle.

Les tenía mucha rabia a los curas, aquel gordo gorrón que se comía lo mejorcito de cada casa y a no rechistar, que el tío era muy religioso y con el clero no se podía uno meter. Además el cura era también el responsable de que en invierno no hubiera baile, porque decía que el baile se hacía al aire libre o no se hacía. Y claro, con las nevadas que caían en Navarra y los inviernos tan duros, era imposible que la charanga tocara al aire libre, así que no se hacía. Y los domingos de invierno había que conformarse con ir un rato a la taberna, a ver a los mozos jugar al mus.

Era una vida muy dura, de mucho trabajo y poca diversión. Eso si, cuando llegaban las fiestas del pueblo, todo se volvía ilusión. Sólo con empezar a escuchar el repique de la campana grande de la iglesia, ya sentía un escalofrío por la espalda y unas ganas de saltar y cantar y correr como loco. Porque las fiestas eran algo fuera de lo corriente, se comía algo especial, no se trabajaba como los demás días y, al atardecer, venía un txistulari o a veces, hasta una charanga de fuera y se ponía a tocar en la plaza.

Las chicas al principio solían bailar entre ellas y parecían tan a gusto como si no necesitaran de los chicos para divertirse. Mientras, los mozos agrupados en un costado de la plaza les miraban y les decían alguna cosa bonita al pasar. Pero luego alguno se animaba y sacaba a alguna de las chicas a bailar y ahí se formaban las parejas y estallaban las risas. Los críos como Víctor entretanto, jugaban, corrían entre las parejas de baile, o soñaban con aprender a tocar el acordeón y ser el alma de la fiesta. Cuando aprendió a tocar la armónica, se hizo famoso entre los chavales, que le pedían una u otra canción popular, pero pronto se dio cuenta que mientras se toca, no se baila y empezó a dejar sus descubrimientos musicales para los momentos en solitario y no para los bailes, en los que comenzó a acercarse a las chicas, haciendo gala de su gran desparpajo.Cuando tuvo edad de empezar a ganar dinero, con doce años, dejó a sus tíos y pasó a servir en un caserío de Añezkar como pastor de ovejas, luego en Madoz y luego en otra casa al lado de Irurtzun, el pueblo de su madre, manejando el arado.

Otro día os contaré la continuación de su historia que no tiene desperdicio.

Familia Larrayoz Vallejo en 1920. Victoriano es el que está sentado sobre la mesa. El último hermano, Esteban aún no había nacido
Caserío en Ventas de Gulina, donde nació Victoriano Larrayoz Vallejo

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

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