«Mi abuela María del Pilar Urgoiti Ibarreche, nació en San Sebastián el 2 de febrero de 1885. Fue hija de un padre orgulloso de su clase y de su trabajo, de quien, seguramente, le vinieron las firmes ideas de independencia de pensamiento y el compromiso político que siempre la caracterizaron.
La inscribieron en una escuela de monjas, donde aprendió a zurcir, tejer, coser y bordar, tan primorosamente que muchas veces me salvó en la clase de labores, terminando a tiempo los escarpines o las servilletas que hubieran debido estar listas para el fin del curso escolar.
Pero ni su vida en el caserío de Hernani con su familia de leche, ni las veladas con sus hermanos y toda la familia en Madrid, ni las labores aprendidas en el colegio de las monjas, lograron contener su inquietud ni su imaginación.
Una vez casada, las experiencias de esos tiempos de la preguerra y de gran agitación política fueron la escuela de su madurez.
La guerra civil, como siempre ocurre en estas circunstancias, fue el inicio de una nueva época de estrecheces, pérdidas, infortunios, miedos y angustias, destierro y éxodo, algo de lo que pocas veces la escuché hablar, porque era evidente que le resultaba muy doloroso.
Atrás quedaban la cárcel o la muerte a manos del franquismo. Aunque de otras muertes se murió en esos terribles meses de un azaroso exilio que les desperdigó por el mundo.
María del Pilar, personificación de la mujer fuerte, capaz de hacerle frente al destino, sin por eso parecerse al hombre.
Ella y su hijo Paquito viajaron en 1972, por primera vez desde que salieron aquel 1 de setiembre de 1936, para cumplir el deseo de su marido Venancio de que sus restos descansaran en su txoko.
En ese viaje María del Pilar se reencontró con parte de su familia de sangre, José María Urgoiti Urgoiti (Josechu), hijo de su hermana María Urgoiti Ibarreche, Elvira y María Luisa, las hijas de su hermano Francisco Urgoiti Ibarreche.
Pero también se reunió y disfrutó de las charlas en euskera con sus hermanas de leche de Hernani, Juliana y Antoni a quienes hizo cambiar sus hábitos negros poniéndoles pañuelos de color para modernizarlas.
Edmundo Ibaibarriaga, el muchachito que vivió parte de su vida de refugiado en la buhardilla de Bayonne, se deshizo en lágrimas y besos cuando se reencontraron.
Y, por supuesto, tuvo el privilegio de poder disfrutar de su amada San Sebastián en compañía del hermano de Venancio, Francisco Manuel (Paco) y su mujer Elena Arrondo Aizpuru. Ese piso de la calle Paseo Errondo,4 los vio charlando hasta altas horas de la noche, recordando, riendo, llorando.
El viaje fue, para María del Pilar, como el cierre de una herida abierta dolorosamente durante muchos años.
Volver a pisar las calles donostiarras, los negocios y bares de la parte Vieja, pasear por la playa de La Concha, sentarse en una terraza de la Avenida, comprar en el mercado de La Brecha, comprobar que la ciudad si que podía extenderse más allá de los montes que la circundan.
Fue un viaje que disfrutó plenamente, como una jovencita de aire elegante y ojos inocentes.
Volvió feliz, sin lamentos ni reproches por todo lo perdido y dispuesta a contar a sus nietos y a todo el que le quisiera oír, lo hermosa que era su amada ciudad.
Falleció en Buenos Aires el 30 de diciembre de 1975 y sus restos reposan en el cementerio de Fortín Mercedes, en Pedro Luro (Argentina), junto a los de su hermano Pepe.»
Libro «En busca de un tiempo olvidado»