Cazando gamusinos

Era un día muy frío de cielo muy azul. Los tres grados bajo cero no eran la sensación térmica, sino la temperatura real que marcaba el termómetro de la farmacia de la Plaza Gipuzkoa. Los carámbanos colgaban de la fachada de la Diputación y el templete meteorológico parecía negarse a mostrar sus indicaciones.

Un grueso manto, como si se tratara del delantal blanco uniformizante de los doctores y farmacéuticos, cubría jardines y caminos. El reloj de flores había desaparecido y los patos se refugiaban en su rincón. Era seguro que ese día no podrían darse su habitual chapuzón en el estanque helado.

Mi amigo Yvon llegó pertrechado como si fuera al Polo Norte. Siempre fue un poco exagerado. Los demás de la cuadrilla fueron cayendo de a uno, algunos tiritando, otros haciéndose los fuertes.

Cuando estuvimos todos reunidos, nos lanzamos a la aventura. Tomamos la Calle Elcano y entramos a la zapatería a saludar a mi padre, que como no tenía clientes, se puso a charlar con nosotros. ¡Hasta nos regaló un par de chocolates que había comprado para llevar a casa!

Entusiasmados, seguimos por el Boulevard donde armamos una batalla de bolas de nieve fenomenal, hasta que vimos a los municipales y salimos corriendo por la Calle Mayor hasta Santa María.

Paramos un momento para saludar al Tío Paco, que ya estaba trasteando con cazuelas y pescados en las cocinas de Gaztelubide y pasando por la reja, empezamos a recorrer el Paseo de los Curas que sube al Monte Urgull. 

Cuando llegamos a la Batería de las Damas, estuvimos a punto de abandonar la aventura. La nieve cubría la fortificación y cada vez era más difícil avanzar por el camino. Nuestra recompensa fue la vista maravillosa de San Sebastián pintada en blanco.

Contaba mi abuela que aquí solían encontrarse los soldados con las mozas donostiarras en tiempos en que el monte era zona militar y las mujeres iban a buscar agua en una fuente que brotaba en el actual Paseo Nuevo. El único lugar de paso que tenían era este camino.

Pero no íbamos a abandonar los planes que habíamos estado preparando durante tanto tiempo por una nevada. ¿Éramos chicarrones del norte o qué?

Juanito llevaba la bolsa de arpillera que le habíamos robado al tendero de San Marcial, con una cuerda larga para atarla. Josu tenía la linterna que su hermano solía llevar al monte. Y Santi había conseguido un palo lo bastante largo y gordo como para atizar a cualquier gamusino.

Si, porque ese era el objetivo de nuestra hazaña: cazar un gamusino. O eso era, al menos, lo que le habíamos hecho creer a Andrés, el último llegado a la cuadrilla y blanco perfecto de nuestras bromas.

La familia de Andrés estaba de vacaciones en San Sebastián y como sus abuelos eran amigos de mis abuelos, nos lo habían endilgado a nosotros para que el chaval se divirtiera.

Mi abuela no decía nada, pero mi abuelo despotricaba, cada vez que podía, contra el padre de Andrés que por lo visto era un facha de cuidado y sabía más de lo que comentaba. ¡Por algo habían venido de vacaciones los primeros días de julio y se habían quedado hasta el invierno que estábamos viviendo en 1935!

El Presidente Niceto Alcalá Zamora había convocado elecciones para febrero del año siguiente y mi padre, que era del partido Republicano Federal, llegaba siempre tardísimo a casa porque se pasaba de reunión en reunión con Fernando Sasiain, el Alcalde de la ciudad y el resto de amigos, en el Círculo Republicano. Por eso a mí me gustaba venir a visitarlo al negocio. ¡Como además, la Plaza Gipuzkoa era nuestro lugar de juego, estaba al lado!

En la Plaza jugábamos al balón, charlábamos de nuestras cosas y últimamente, compartíamos la increíble experiencia de haber vivido el Gran Premio de España, la carrera automovilística que se había disputado el domingo 22 de setiembre, en el circuito de Lasarte.

Todos habíamos participado de una u otra forma del evento, la mayoría se había tenido que conformar con oír por la radio los comentarios, pero había dos, Juanito y yo, que habíamos sido privilegiados espectadores.

La pista estaba formada por carreteras públicas. Era un circuito rápido y peligroso, muy largo, tenía unos dieciocho kilómetros, y unía las poblaciones de Lasarte, Oria, Andoain, Urnieta y Hernani.

Como la familia de mi madre vivía en Hernani, muchas veces íbamos a visitarlos y esa ocasión era para no perdérsela.

Allí estábamos a las 12, nerviosos y ansiosos. Todo estaba listo para iniciar la primera de las treinta vueltas a las que se disputaba la carrera. Había muchísima gente a los costados de la carretera. Como hacía sol y no llovía como era costumbre, todo el mundo había dejado de hacer lo suyo para verlos pasar.

Mientras el polaco Hans Stuck, que corría para la Auto Union, seguía siendo un firme líder, los contendientes por el título empezaron a juntarse. El alemán Rudolf Caracciola imprimía un ritmo superior al de su compañero, el temerario italiano Luigi Fagioli.

Los dos corrían para la Mercedes en sus “Flechas plateadas”, fácilmente identificables cuando venían a toda velocidad por la carretera. Los dos se disputaban el título de Campeón de Europa, que se decidiría en el último Gran Premio del año, el de Lasarte.

En la novena vuelta, Caracciola pasaba a Fagioli, que no se rendía y se colocaba pegado a él, manteniendo con comodidad el ritmo del alemán. Caracciola era el hombre que casi había perdido una pierna en su accidente de Mónaco dos años atrás, el hombre cuya carrera se había considerado acabada. El hombre que, desde lo más profundo de la desesperación, había vuelto a subirse a un coche. Que había superado el dolor y las reticencias de su entorno. Que había vuelto a ganar carreras.

Sí, ahí estaba, en los últimos metros para refrendar su vuelta a la cima. Campeón de Europa. El primero de tres, que aún hoy le sitúan como el piloto que más campeonatos ha ganado con un Mercedes de Gran Premio.

Luigi Fagioli había cruzado en segundo lugar, a 43 segundos, perdiendo el título por cinco puntos, con Von Brauchitsch completando el triplete de la escudería Mercedes.

Las hazañas de los automovilistas de la época llenaban nuestras conversaciones y nuestros sueños juveniles.

Pero volvamos a la broma de ese día nevado. Después de darnos ánimos con un trozo de chocolate, seguimos subiendo hacia el Castillo de la Santa Cruz de la Mota, construido por el rey Don Sancho el Mayor de Navarra, según nos contaron en la escuela. Pero lo que nos interesaba a nosotros no eran las capillas, ni la estatua del Sagrado Corazón, ni siquiera el castillo y su historia.

Nosotros queríamos llegar hasta el Cementerio de los ingleses, sin duda uno de los lugares más especiales y mágicos de Donostia.

En la ladera del monte, con vistas al Mar Cantábrico, el Cementerio de los Ingleses de Urgull es un pequeño rincón, un poco sobrecogedor, pero que tiene su encanto. Aquí el paseo transcurre entre las lápidas cubiertas de musgo y vegetación de los oficiales ingleses que dieron su vida defendiendo San Sebastián durante la primera Guerra Carlista en 1837.

Y, para nosotros, era el lugar perfecto para la broma que le teníamos preparada a Andresito.

Hay seres fantásticos que casi todo el mundo conoce en España sin haberlos visto nunca: dragones, trasgos, sorguiñas, lamias… Pero hay uno que, a pesar de su fama, no aparece en ningún documental: el gamusino.

El gamusino es un animal imaginario que no tiene aspecto definido ni un lugar específico donde vivir. En algunos lugares se caza, en otros se pesca. Es conocido en buena parte de España y Latinoamérica, pero en todos los lugares tiene un aspecto en común: se utiliza para gastar bromas a cazadores novatos y a niños, en las que las víctimas tienen que intentar atrapar a estos animales.

Nosotros llevábamos una linterna y un saco con una cuerda para guardar al gamusino cazado. Habíamos organizado la excursión hasta el cementerio, sin tener en cuenta la nevada que había caído esa noche y caminábamos cantando a voz en grito, una canción que se suponía atraía a los bichos: “Gamusino entra al saco, un, dos, tres, cuatro”.

Por fin, entre risas, cantos y caídas por la nieve, llegamos al sitio elegido para simular la caza, un matorral junto al monumento del cementerio, donde Yvon y yo mismo, aseguramos haber visto gamusinos escondidos.

Nos colocamos todos alrededor del matorral y, mientras Josu distraía a Andrés con su linterna, Yvon empezó a gritar señalando hacia un extremo, Santi golpeaba el suelo con su palo y Juanito y yo fingíamos que habíamos capturado a un valioso gamusino, metiendo en el saco una piedra grande que nos costó bastante mover por la nieve que tenía encima.

Después, le dijimos a Andrés que tenía que llevar al hombro el saco bien amarrado, hasta la Plaza Constitución en la Parte Vieja y que debía abrirlo públicamente para sacar el gamusino del saco y mostrarlo a todo el mundo, demostrando de esa forma su valentía.

El camino de vuelta fue aún más divertido que el de ida. Y no sólo porque hacíamos chirristras, deslizándonos sobre la nieve o nos tirábamos bolas de nieve que muchas veces iban a parar a la cabeza del pobre Andrés. También porque ya paladeábamos las burlas de la gran cantidad de gente que, en los bares de la plaza, a esa hora estarían tomando su txikito.

La víctima, por su parte, no se quejaba ni del peso que llevaba al hombro, ni de los bombazos de las bolas de nieve, ni de no poder deslizarse por la nieve, por miedo a que el gamusino lograra escapar y él se perdiera la admiración que pensaba conquistar.

Al llegar a la plaza de la ciudad, yo me erigí en heraldo de la hazaña mientras los demás agrupaban a la gente que, al escuchar lo de “cacería de gamusinos”, ya se aprestaba a la broma y las risas.

Pagaría en este momento por una fotografía de la cara de Andrés, exultante de orgullo y felicidad, al abrir aparatosamente el saco, entre el cachondeo general.

Este cuento pertenece al libro “Cuentos para volar sobre las cúpulas” que es de mi autoría y está aún en proceso de escritura y edición.

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

4 comentarios sobre “Cazando gamusinos

  1. Entrañable por los recuerdos que evoca de cuando éramos niños y nuestras travesuras. Muy fluido y manteniendo el interés del lector hasta el final. He disfrutado leyéndolo.
    Gracias por compartir esta primicia y mucho ánimo para lograr tu objetivo de terminar tu libro.
    Un saludo.

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  2. Gracias Daniel por pasar por aquí y por tu comentario. ¡Qué bonito que te haya hecho rememorar travesuras de niños! Me alegro que lo hayas disfrutado. Y si, ¡terminaré el libro!… algún día. Por el momento estoy trabajando con las fotos, porque mis libros están plagados de fotos. Me gusta unir textos e imágenes. Pero esto de ser escritora, fotógrafa y editora independiente, tiene sus delicias pero también sus tiempos. Un saludo a ti también.

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