Nos hemos vuelto tan insensibles que a los pobres que piden por la calle, ya los vemos como una farola en quien no te fijas ni aunque sea de noche.
¡¡Es terrible!! La pobreza molesta cuando nos la encontramos de frente, a lo mejor porque nos remueve por dentro y nuestro Pepito Grillo nos recuerda que no estamos haciendo nada para remediarlo. Entonces, tal vez, con un poco de vergüenza, le dejamos alguna moneda, casi sin mirar, apurados por llegar a ninguna parte.
Miramos para otro lado sin pensar las circunstancias que han conducido a esas personas a una situación extrema. Incluso les hemos cambiado de nombre, ya no se les llama “pobres”, ahora son “indigentes”, un término que, para mí, tiene un tono despectivo.
Pero detrás de cada uno de esos pobres hay una historia que no nos interesa. ¡No vaya a ser que manche nuestra conciencia!
Muchos de ellos tratan de conservar su dignidad. Otros ya se han rendido.
En los pueblos no hay mucha gente viviendo en la calle, sin techo. Eso es más de las grandes ciudades.
En el mío hay una mujer que recorre las calles transportando su vida en unas bolsas grandes de basura. Suele estar limpia y con el pelo recogido en un moño. La gente le damos comida envasada, a veces un termo con sopa cuando el frío muerde.
En su momento me interesé por ella, no entendía por qué los servicios sociales no se encargaban de que tuviera un lugar seguro donde vivir y dormir, con las mínimas comodidades. Me contaron que pertenece a una familia conocida del pueblo, que disfrutan de un buen pasar y tienen hasta un pequeño negocio de ropa, del que se encarga la hija de un hermano y en el portal del cual suele dormir muchas veces, cuando los municipales no la llevan detenida ante el llamado de los dueños.
Dicen que vivía una vida tranquila, en un hermoso chalet cerca de la playa, ocupándose de sus padres porque nunca se había casado, había quedado “neskazarra” (soltera vieja). Pero cuando sus padres murieron, primero el padre de un catarro mal curado y luego su madre, de puro vieja, los hermanos pretendieron que Maite abandonara la casa para poderla vender.
El dinero que en ese momento le ofrecían para irse era tan poco, que no le alcanzaba para comprar nada. Con ayuda de algún notario amigo y con la excusa de que durante toda su vida no había pagado nada de alquiler ni gastos, la oferta era que pudiera alquilar una habitación en alguna casa de familia respetable. O que fuera a vivir al hospicio del pueblo, mantenido por el gobierno provincial, donde podría tener cama y comida sin pagar.
Olvidaron que durante toda su vida de cuidar a sus padres, sobre todo los últimos años, cuando la madre no se levantaba ya de la cama, nunca cobró ni el más mínimo sueldo, que era la criada de la casa y que los pocos ahorros los había gastado en pequeños caprichos para hacerle a su madre la vida más agradable.
Los plazos se cumplieron con diligencia, primero se vendieron los costosos cuadros, luego los muebles fueron a parar a un anticuario conocido. Por fin, una mañana llegaron los tres hermanos con el notario y los papeles de desahucio y de venta de la casa.
Las cuentas, con la herencia repartida entre los cuatro, estaban muy detalladas. Quedaba claro lo que Maite debía por alquileres, comida, gastos de luz, gas e impuestos. ¡Tantos años sin pagar nada! repetía, meneando la cabeza, su hermano menor. Segis, el menor, evitaba mirarla a los ojos, pero permanecía callado sin decir palabra. Las que si hablaban como cotorras eran sus cuñadas, revolvían en las cajas que contenían la ropa, para ver si descubrían algo que pudiera gustarles.
Uno de los últimos temas a tratar fue el de las joyas. Maite pensaba quedarse sólo con alguna y vender el resto para tratar de alquilar un apartamento minúsculo en el pueblo vecino, que es más barato. Cuando las tres mujeres terminaron de manosear, curiosear y seleccionar lo más caro, Maite, a quien las fuerzas no le alcanzaban ni para pronunciar una palabra, fue al baño a llorar y a que no le vieran hacerlo.
Ese mismo día tuvo que entregar las llaves y pisó por última vez su hogar. Con lo poco que le habían dado de su herencia, se fue en tren a la capital y pagó una semana en la pensión más barata que encontró. No salió de la habitación ni para comer, pasó todo el tiempo tirada en la cama, llorando a mares y mirando llover por la ventana. Fue un tiempo de despedida de su vida anterior, de sus padres, del amor por sus hermanos, de su casa y sus pertenencias, del mundo.
Volvió a su pueblo, al pueblo que miraba para otro lado, sin decir una sola palabra. Desde ese día, recorre las calles con sus posesiones a cuesta. Vive en la calle y duerme en el atrio de la iglesia o en los escalones del negocio de ropa de su sobrina, el negocio que compraron con lo que le robaron. No acepta dormir en el hospicio ni que le paguemos una habitación. Su venganza es pasear tranquilamente, con su destino a sus espaldas, por delante de su familia y de quienes la conocieron.
Conserva su dignidad. Suele ducharse en las casetas de la playa, siempre va limpia, con su ropa de calidad conservada con esmero, con su pañuelo de seda y su rojo de labios vestigio de coquetería. Sus manos y su cara, llena de arrugas, nos hablan de sufrimiento y de la dureza de vivir en la calle. Pero sus ojos negros como el carbón, mantienen vestigios de una belleza de otro tiempo y la ferocidad de un alma atormentada. A veces la veo hablando sola con sus fantasmas. ¿De qué les hablará? ¿De la soledad, de la envidia y el egoísmo, de sus tiempos felices, de sus hermanos a quienes considera muertos, del novio a quien su padre espantó, de su casa?
Nos quejamos de las Fiestas que hemos tenido que pasar. Unas Navidades, en muchos casos renunciando a las reuniones con los compañeros de trabajo o alejados de familia y amigos por tener que permanecer aislados en nuestras casas, eso sí, con calefacción, comida y a mano móviles y ordenadores para mantener el contacto con nuestros seres queridos.
¿Habéis pensado cómo habrán sido estas fechas para los pobres, para los que han perdido su trabajo y no pueden comprar lo mínimo para sus hijos, para los que han sido desahuciados, los inmigrantes que no tienen nada, los que viven en la calle, los que como Maite, conservan el último resquicio de dignidad?





Vaya, qué historia! Terrible lo que hacen algunos con su propia familia! Buena reflexión!
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Alguien decía que no conoces a tu propia familia, hasta que no tienes que compartir herencia con ellos. ¡Da para pensar! Me alegro que te haya gustado Ana. Un abrazo.
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