La primera vez que me encontré con Phileas Fogg y Passepartout yo ya había visto un globo terráqueo y sabía que el mundo era grande, por eso me sorprendió el título de aquel libro de la colección Robin Hood, que acababan de regalarme para mi cumpleaños: La vuelta al mundo en 80 días. ¿En serio se podía dar una vuelta al mundo en tan pocos días? Por supuesto que comencé a leerlo allí mismo, sin comer mi torta de cumpleaños. Me acuerdo de eso, y de no saber qué estaba leyendo exactamente. ¿Aquello había sucedido de veras o no en algún momento?, ¿quién era o había sido el señor Fogg? Y lo más importante, ¿quién era Julio Verne, ese señor del que me enamoré perdidamente por su capacidad para abrir mi mente y hacerme soñar? Aquel fue mi primer viaje extraordinario de la mano del genio fabulador de Nantes. Luego vinieron más, Viaje al centro de la tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la tierra a la luna, La isla misteriosa, Cinco semanas en globo, Los hijos del Capitán Grant, Un capitán de quince años, Miguel Strogoff y muchos más títulos que devoraba con fruición y empeño.





Se cumplen ahora los 150 años de la primera entrega de La vuelta al mundo en 80 días. Fue un 7 de noviembre de 1872 cuando los lectores de “Le Temps” se encontraron por primera vez con los dos famosos personajes.
“.- ¿El señor se va de viaje? .- Sí -respondió Phileas Fogg-. Vamos a dar la vuelta al mundo.”
Así comenzaba uno de los títulos más exitosos y populares de Julio Verne, quien se había embarcado en el proyecto de los Viajes extraordinarios, algo así como la monumental comedia humana de Balzac, pero a nivel científico, con viajes por los mundos conocidos y desconocidos con la finalidad de resumir “todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos y astronómicos acumulados por la ciencia moderna”, según describió su editor francés, Pierre-Jules Hetzel.
Desde luego, esta idea no pasó por mi cabeza con la primera lectura de la novela. Entonces, lo que me cuestionaba era si las direcciones que aparecían eran reales o no, si los nombres de los barcos, si lo descrito de los lugares por donde pasan los protagonistas, existía o existió alguna vez. ¡Cuántas idas y vueltas a la maravillosa Enciclopedia!
Es mucho más tarde cuando se entiende que, en realidad, era una excusa para justificar las invenciones. Esa es la clave de la obra de Julio Verne, la verosimilitud, el halo de realidad que proyectan todas sus novelas a pesar de lo fantasioso de sus aventuras. Por aquel entonces, este recurso permitía que los lectores de la época leyeran las primeras entregas de La vuelta al mundo en 80 días como si se tratara de la crónica periodística de un viaje real.
Es cierto que no se trataba de Darwin ni de cualquiera de los viajeros científicos que por entonces maravillaban al público con sus descubrimientos. Pero, en plena era victoriana, lo que proponía Julio Verne era la historia de un inglés acompañado por un francés haciendo algo que hasta entonces nadie había osado intentar: dominar los elementos y los nuevos medios de transporte para dar la vuelta al mundo en un tiempo récord. Con tal argumento, Verne tenía al público en el bolsillo.
A mediados del siglo XIX ya los avances tecnológicos aportaban nuevas posibilidades fascinantes a la aventura. Julio Verne usa todos los medios de locomoción conocidos en su época para que Phileas Fogg pudiera dar la vuelta al mundo en 80 días. Es fácil imaginar a los lectores de la época expectantes con la nueva entrega de Le Temps, haciendo seguimiento del viaje, aplaudiendo los avances y lamentando los retrasos y las encerronas del detective Fix para retener a Phileas Fogg en territorio británico con tal de poder detenerle.
Sin embargo, “Me siento el más desconocido de los hombres”, confesó el autor en los últimos años de su vida, consciente de que su fama, en realidad, era fruto de un malentendido, de una interpretación tan superficial como errónea de que sus libros, a pesar de su capacidad anticipadora, se limitaban a una serie de aventuras para niños. Tal vez la efeméride sirva para nuevas aproximaciones al valor de la obra de Verne.
Volví a leer varias veces en mi vida La vuelta al mundo en 80 días. Y lo hice viajando. Y me pareció que ambas cosas, el leer y el viajar, se lo debía en gran parte a Julio Verne, igual que a otras clásicas “novelas de aventuras”. Fueron mi primera aproximación a lo que años después descubriría como literatura de viajes. Aquellas largas tardes después de volver del colegio, escaqueándome de hacer los deberes, en que página a página me sumergía en Asia, las regiones polares, África, océanos ignotos o incluso, la Luna, fueron el germen de todo lo que estaba por venir.





Se entenderá entonces la enorme emoción que me procuró poder escribir esta entrada en conmemoración de los 150 años de la publicación de La vuelta al mundo en 80 días.
Sin embargo, descubrí durante mi última relectura, algo que en mis lecturas infantiles me habría sido imposible entender: que el personaje de Phileas Fogg que solemos ver como la representación del espíritu viajero no es ningún viajero. Si no hubiera habido apuesta de por medio, él nunca habría abandonado su hogar en Londres, no habría roto sus rutinas, ni se habría embarcado en una locura de viaje así.
A lo largo de las diferentes escenas de la novela, nunca se ve a Phileas Fogg disfrutar de ningún momento viajero. Él sólo se desplaza con la máxima eficacia y rapidez. Dice el narrador en algún momento que Fogg se limita a circunvalar el planeta. De algún modo, lo que le interesó a Verne fue divulgar el formidable avance que supuso para la industria de los viajes el desarrollo de las nuevas infraestructuras de locomoción. En Fogg la aventura es el desplazamiento, y poco le interesa lo que le pueden brindar Calcuta, Shanghai, Yokohama o San Francisco. El que disfruta del viaje, en cambio, es Passepartout. Pasado el primer momento de ansiedad que le provoca la partida, el criado francés se muestra como todo un aventurero, capaz de una adaptación al medio y a los lugares sorprendentes y siempre con interés por conocer. De algún modo, La vuelta al mundo en 80 días viene a demostrar que no viaja tanto el que puede, como el que quiere realmente conocer mundo.
Confieso que di con esta idea al leer mi ejemplar de “Le tour du monde en quatre vingt jours” de la colección Hetzel, que es un facsímil de la edición original, ampliamente ilustrado, que estuve buscando durante algún tiempo y tuve la suerte de encontrar ¿en una librería de viejo, en una biblioteca…? No te lo vas a creer, pero lo encontré en Amazon. Si, en Amazon y a un precio ridículo. Por eso Uhaitz, mi sobrino, cuenta este chiste: “El maestro, tratando de inculcar buenos modales, pregunta: .- A ver niño, ¿cómo se piden las cosas? Y el niño contesta: .- Por Amazon.”
Retomando el tema, descubrí la idea de un Passepartout disfrutando el viaje, cada detalle y me puse de inmediato a escribir lo que estás leyendo para que, en un futuro, cuando mis sobrinos relean La vuelta al mundo en 80 días (si, porque ya lo han leído, con su Aita, en esos cuentos antes de dormir, que no perdonan aunque se caigan de sueño, ellos y el Aita). Para que no se equivoquen, ellos también, en la forma de viajar de Phileas Fogg. Y que sepan que lo interesante de los viajes no es tachar una lista de lugares lo más rápido posible, sino que de lo que se trata es de que esa lista sea tan extensa que nunca se acabe. Que es mucho mejor viajero Passepartout que Fogg cuando avisa en la novela que “viajar no resulta inútil si quieres conocer cosas nuevas”.





Marlen, cuánto me ha gustado esta publicación. Estuve inmersa en ella y divertida con la expresión del cómo se piden las cosas…(y la reflexión acerca de eso). Trato al salir de casa hacerlo con el espíritu de Passepartout. Te mando un gran cariño. Amik
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Amik, me ha alegrado mucho que te gustara la entrada. Lo de Amazon es impresionante, lo que no tienen ahí, no existe. Y los niños lo aprenden rápido.
Salir de casa con el espíritu de Passepartout es maravilloso. Yo, en eso, me parezco a Memé que cuando le preguntaban si quería ir, antes de preguntar adónde, decía: Si. Ya estoy lista.
Un abrazo grandote.
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