VadeReto, ¿Jugamos a Inventar Historias? En el blog “Acervo de letras” de Jose Ant. Sánchez, existe este juego que me encanta. Es una invitación a escribir, sólo un tema cada mes que puedes desarrollar como más te guste. Así que, aceptando el desafío de Jose, aquí os presento mi relato que este mes va de ¡La caja!
La caja negra inviolable
Ese día Anamary no tenía ganas de salir, parecía haber pescado un resfrío o algún virus y se sentía débil y con ganas de acostarse ya a dormir. Pero Arturo había sido muy insistente y, en lugar de enfundarse el pijama y meterse en su cama calentita y cómoda, eligió un bonito conjunto gris que su madre le había hecho y aún no había estrenado. Se maquilló tratando de cubrir las ojeras y se puso los pequeños pendientes de cristal de Murano que su novio le había regalado cuando estuvieron en Venecia.
Arturo no se retrasó, nunca lo hacía y llegaron al restaurante diez minutos antes de la hora de la reserva. Notaba a Arturo nervioso. Algún problema en el trabajo, pensó. Últimamente, los jefes estaban más exigentes que nunca y él se desvivía por cumplir con un trabajo que le encantaba.
Anamary pensó que la cena en el restaurante calmaría sus nervios. «Bodensee» era el mejor restaurante alemán de Buenos Aires. Habían ido tantísimas veces y el ambiente era tan familiar, que era como ir a casa de sus tíos. Günter los recibió, cariñoso como siempre, y les trajo los primeros chops de cerveza con unos aperitivos muy ricos de dos tipos de leberwurst, uno normal y otro con trufa, untados en unas finas rodajas de pan Pumpernickel.
Al hacer la reserva, ya habían pedido que les prepararan Schäufele mit Klöße, un plato típico de Baviera consistente en un asado de paletilla de cerdo jugoso con corteza crujiente, con unas croquetas de patata rellenas de carne, que tarda más de tres horas en cocinarse. Así que no necesitaban ver la carta más que para elegir el postre que, como siempre, sería de difícil elección porque todos eran buenísimos.
El plato principal estaba exquisito, como todos. Y charlaban relajadamente cuando Günter, su hermano Otto y su sobrino Albert se acercaron a la mesa cantando con su acordeón. Y si Anamary se asombró por ser la destinataria de tan bonita sorpresa, más se asombró cuando Arturo, rodilla en tierra, le pidió casamiento y todo el restaurante estalló en aplausos, Vivas y gritos de Felicidades.
Fue, según le contaba a su amiga al día siguiente, el momento más divertido y feliz de su vida. A partir de ese instante, todo se precipitó. Su novio había encontrado por casualidad una casa en San Telmo, el barrio antiguo de la ciudad, que se vendía en subasta, en el estado en que estaba, deshabitada y sin posibilidad de visitarla por dentro, porque el remate era al día siguiente. Ellos siempre habían soñado con comprar una casa en esa zona, pero esta era una gran oportunidad porque el precio era muy bajo y aunque corrían el riesgo de no saber lo que se iban a encontrar y el costo de la reforma que tendrían que hacer, las fotos que estaban expuestas en el salón de subastas no se veían mal. Habría muchas reparaciones, pero los amigos les ayudarían con los arreglos.
Arturo ya se había inscripto para la subasta. Poco tiempo para pensar nada. Como el remate era por herencia vacante, la casa estaba amueblada y con todos los elementos que tenía en el momento de quedar vacía. Era como tirarse desde una montaña sin paracaídas. Esperabas caer sobre el río que podía amortiguar la caída, pero nadie te la evitaba.
De todos modos, no sabían si habría muchos interesados y hasta dónde subiría el precio. A lo mejor, se estaban haciendo ilusiones sin tener posibilidades.
Al día siguiente, con un cheque conformado para cubrir la reserva y cuatro amigos casi tan ansiosos como ellos, se instalaron en la segunda fila del salón. Los minutos en que se remataban los otros inmuebles se les hicieron eternos, pero les permitió ver la mecánica de la subasta.
Cuando llegó el turno de la propiedad de la calle Pasaje San Lorenzo, eran tantos los nervios que Anamary no recuerda nada de lo que pasó. Sólo sabe que Arturo la abrazaba llorando y sus amigos formaron tal follón que tuvieron que pedirles que pasaran todos a la sala contigua a formalizar el acto.
Ya con las llaves en la mano y las carpetas con todos los papeles, contratos y demás, los nervios, las risas, los llantos, se apretujaron en el coche de Roberto para descubrir la casa que sería su casa de por vida.
La calle le pareció la más bonita de toda la ciudad, con su empedrado y su aire antiguo. Y la casa la enamoró antes de entrar en brazos de su futuro marido. Sólo una planta, aspecto colonial, salón grande de techos altísimos, dos dormitorios, patio central, baño a rehacer, cocina y comedor diario y una escalera medio desvencijada que les descubrió… la azotea llena de macetones con plantas muertas, pero con el sol que llegaba entre los edificios bajos vecinos.
Los muebles eran viejos y estaban muy descuidados, pero con amor y un poco de pintura, algunos podían reciclarse. Subían y bajaban, abrían muebles y se sentaban en sillas y sillones, se cruzaban los seis en un baile de locos, riendo, abrazándose y contando que el mueble de la entrada era lindo, con una capa de barniz y arreglando las patas, que las paredes blancas, que Jose tenía un butacón que podía aportar porque ya no lo usaba, Sofía podía enmarcar esas láminas que tanto le gustaban a su amiga y a Andrés le sobraba una cama de matrimonio, que total, ¿para qué?…
Ninguno fue a trabajar, llamaron para excusarse por diferentes malestares y armaron una comida con los aprovisionamientos del almacén de la esquina, donde se presentaron formalmente como los nuevos vecinos.
A las tantas de la madrugada, con cientos de hojas de proyectos y anotaciones, exhaustos de tantas emociones, decidieron que el fin de semana se reunirían para organizar los trabajos y empezar con lo más básico.
Y lo más básico resultó ser albañilería, fontanería y electricidad. Arturo y José se auto-adjudicaron la albañilería y pintura. Era bastante trabajo, pero en la medida en que los demás pudieran, les ayudarían. Roberto había aprendido fontanería de su padre y si hacía falta, se traía a su viejo de ayudante. Andrés era un manitas en conexiones eléctricas y Sofía se ofreció a ser su ayudante. Anamary sabía que lo suyo era la decoración y había pasado esos tres días imaginando cómo dar una nueva vida a todo lo que encontraban en la casa. Más tarde tenía pensado poner una mesa y sillas en la terraza, una barbacoa y una sombrilla y plantas y…
Los días fueron pasando como en una película filmada a cámara rápida. Entraban y salían con materiales, escaleras, amigos que venían a ayudar, muebles, cortinas, cuadros de regalo. Hubo momentos extraños, pero ninguno como el día que Arturo al golpear un tabique de la habitación principal que decidieron tirar abajo, hizo el hallazgo de una caja metálica, cerrada e inaccesible, que alguien había escondido dentro de la pared, recubriendo esta luego, con papel pintado. Todos miraban la extraña caja y se imaginaban qué podía contener. Imposible romperla, debía de ser de hierro porque resistía los golpes e intentos. Nadie había encontrado una llave en alguno de los muebles viejos.
Andrés y Sofía la llevaron a la ferretería del barrio, quien les aconsejó que había un negocio en la Avenida Independencia que se dedicaba a cerrajería y seguro que la podían abrir. Pero el cerrajero, muy amable, les dijo que esas cajas fuerte eran inviolables y sin su llave, era imposible abrirlas.
“La caja negra inviolable”, como la bautizaron, comenzó entonces un periplo de viajes dentro de la casa. Parecía que en todos lados molestaba y de todos lados la movían para ponerla en otro sitio. Con los apuros de los trabajos, faltaban pocos días para la boda, la caja quedó olvidada. Había que tener lista la casa y las prioridades eran otras.
Y como todo llega y todo pasa en esta vida, también llegó la mudanza a la vieja/nueva casa, pasó la boda, el festejo, la algarabía, y llegó el primer día del resto de sus vidas.
Una nueva etapa en la que sentían que habían sido seleccionados por una varita mágica que les otorgaba todo lo deseado, empezando por la felicidad de compartir esa casa soñada que se había transformado, con el embrujo del trabajo de los amigos, en un hogar lleno de pequeños detalles.
Llegó la primavera y Anamary comenzó la última tarea que se había propuesto: remodelar la terraza y convertirla en un lugar de encuentro con esos amigos tan queridos. Los asados ya se empezaban a planificar.
Al sacar la planta muerta de uno de los macetones para plantar un limonero que les ofreciera refrescantes limonadas, un pequeño objeto metálico brilló al sol. “La caja negra inviolable” volvió a las conversaciones y a la vida. La llave permitió abrirla en medio de la reunión de los seis amigos expectantes.
Documentos, cédulas de identidad, listas de nombres con teléfonos, fotos, un tesoro que intrigados, empezaron a revisar. Varias de las cédulas de identidad tenían el mismo apellido: Aríztegui. Hombres, mujeres y dos niños. Tratando de encontrar relaciones, en las listas de nombres y teléfonos había dos con apellido Aríztegui, aunque ninguno de los dos tenía el nombre de alguno de los documentos. Fotos de familia, una pareja con un niño y una niña, en la playa, en una plaza, un cumpleaños, una de Mario Firmenich con la bandera de Montoneros detrás, nada escrito en las fotos.
Entre los documentos, un texto de Rodolfo Galimberti, uno de los jefes de la llamada Columna Norte de la organización Montoneros. Textos de los gremialistas El Negro Atilio López y Agustín Tosco, uno de los principales actores del Cordobazo. Una copia del Documento de Medellín y otra del Documento de San Miguel, proclamas de los curas tercermundistas. Un discurso de John William Cooke, con pensamientos antimperialistas y antioligárquicos. La noticia de la Masacre de Trelew con la lista de los 16 jóvenes, presos del penal de Rawson, asesinados. Una carta muy tierna dirigida A mis hijos y otra dirigida A mi madre, sin firma. Un pequeño libro sobre el Che Guevara y la Revolución Cubana. Y otros documentos menos importantes, cartas para amigos, pensamientos, reflexiones, algunas poesías, dibujos infantiles, una ecografía.
Analizando todo lo encontrado en la caja, Arturo llegó a la conclusión que debía pertenecer a un montonero y que había sido escondido para que no cayera en las manos de los represores. La idea entonces fue la de llamar a los teléfonos de apellido Aríztegui de la lista y preguntar por los nombres de las cédulas de identidad.
El primer número no estaba en servicio, había sido dado de baja. En el segundo llamado:
.- Buenos días. ¿La familia Aríztegui?
.- ¿Quién habla?
.- Mi nombre es Arturo Dorronzoro. Estoy buscando a Julio Fernando Aríztegui.
.- ¿Y por qué tema es?
.- Es usted pariente de Juan José Aríztegui?
.- No.
.- ¿No lo conoce o sabe de alguien que lo pueda conocer? Es una persona que vivió en el Pasaje San Lorenzo, de aquí, de la Capital.
.- No conozco a nadie con ese nombre. Buenos días.
Bueno, parece que estaba apurado, dijo Arturo. José, entretanto, había salido corriendo a la calle y volvió con una Guía telefónica que había pedido prestada al dueño del almacén. Mientras buscaba el apellido en la Guía, llamó el teléfono de Arturo.
.- Hola ¿quién habla?
.- Mire, le llamo del número al que usted acaba de llamar.
.-¿Cómo?
.- Soy Ángel Aríztegui. Usted acaba de llamar, ha hablado con mi tío y ha preguntado por Juan José Aríztegui. ¿Puedo saber por qué?
.- Sí, estoy buscando a Juan José porque hemos comprado la casa donde vivió y tengo algo que le pertenece.
.- …
.- ¿Está ahí? ¿Me está escuchando?
.- Sí, ¿Dónde podemos vernos?
.- Estoy en la casa de Pasaje San Lorenzo.
.- Voy para allí.
.- Espere, le doy el número.
.- Lo conozco. En media hora estoy. Hasta luego.
.- Hasta luego.
En el corro de amigos, después de un pesado silencio donde se escuchaba el chirriar de las mentes imaginando posibilidades, todos empezaron a hablar a la vez. ¿Entonces, este Ángel será familiar de Juan José? ¿Y por qué el tío dijo que no lo conocía? Si está la política de por medio, vaya uno a saber qué pasó. A lo mejor este era montonero como pensamos y el tal Julio Fernando estaba en contra de la guerrilla. Che, vamos a comprar algo de comer, antes que venga Ángel, dijo José, siempre tan práctico.
Media hora después, un joven Ángel Aríztegui entraba en la casa, nervioso pero afable.
Después de las presentaciones y de invitarle al mate que estaban tomando, comenzó a contar la historia de su familia.
Juan José era su padre y Florencia Astelarra su madre, montoneros los dos y activistas en el movimiento peronista. Cuando empezaron las detenciones, vinieron a buscarlos. Se los llevaron a los dos y a los dos hijos: Victoria y Juan Pablo, sus hermanos. Los cuatro fueron torturados y desaparecidos. Hasta ese día, nada se sabía de ellos. Pero su madre había tenido a Ángel apenas un mes antes y, al ver que rompían la puerta de entrada, lo escondió en el armario. Como el niño dormía, no hizo ruido alguno y se fueron sin descubrir que quedaba un bebé en la casa.
Su abuela, que fue la primera en llegar después de la detención, se temía lo peor y al entrar, escuchó al niño que lloraba en la oscuridad del armario. Se lo llevó consigo y lo crió mientras intentaba buscar a la familia y reclamaba ante todo el que quisiera oírla. Con ellos vivía su otro hijo: Julio Fernando, el solterón de la familia, el que siempre discutía con su hermano por la maldita política.
Al niño, mientras fue pequeño, para que no tuviera problemas por su familia, le dijo que Julio Fernando era su padre y que su madre había muerto en el parto. Nunca le habló de su verdadera familia, sus padres y hermanos.
Durante 18 años Ángel vivió esa realidad, hasta que pidió los documentos para hacer el servicio militar y descubrió el engaño. Su abuela ya había muerto y Julio Fernando, su tío, le contó toda la verdad.
Desde ese momento, se unió a la agrupación Madres de Plaza de Mayo, buscando alguien que hubiera conocido a sus padres o que tuvieran alguna noticia de ellos. Lo único que había podido averiguar era la dirección de la casa donde habían vivido, la casa donde ahora había podido entrar por primera vez, porque cuando intentó hablar con el anterior dueño, para pedirle entrar, este le sacó con cajas destempladas.
.- Sí, ya sé, parece una telenovela. Pero es mi historia.
.- Pues tomá otro mate y respirá, que aún te falta otro capítulo de tu historia, el de “La caja negra inviolable”, le dijo Arturo.

Tremenda historia. Nadie puede olvidar las manifestaciones continúas de las madres en la plaza de mayo. Y aún le falta por saber el último capítulo.
Un placer leerte. Abrazos
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Buenos días Nuria.
Sí, tienes razón. Yo trabajaba en Plaza de Mayo en aquellos tiempos y era sobrecogedor pensar en la vida de esas mujeres de pañuelos blancos que, a pesar de críticas e insultos, seguían imperturbables, caminando frente a la Casa Rosada.
Ángel aún tiene mucho que descubrir en esa caja negra.
Gracias por tus palabras. Abrazos para ti también.
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La historia de alegría y amor, dulce y feliz de pronto se convierte en desgarradora por la realidad a la que nos lleva. Sin embargo, este hijo por fin conocerá algo sobre su familia y tal vez le aporte algo de paz. Como dejándonos un rayito de luz en la oxcuridad a la que nos había llevado la narración. Un gran relato.
Saludos
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Gracias Jose, por tu comentario.
Sí, mi idea era intentar contar un sube y baja de emociones como es la vida misma, con la historia de Anamary y Arturo, su declaración de amor, la compra y acondicionamiento de la casa, el descubrimiento de la caja con el recuerdo de una época funesta y el regalo que, por casualidad, le llega a Ángel en forma de tesoro de su pasado familiar.
Me alegro que te haya gustado. Un abrazo.
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Muy buen cuento donde la caja ha resultado el medio por el cual un hijo se acerca por primera vez a la verdad de lo que sucedió con sus padres en esa época convulsa. Muy bien escrito y con un buen ritmo. Resulta un relato que emociona al saberse el contenido de la caja. Me gustó, saludos.
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Buenos días Ana.
Me alegro que te gustara el cuento.
El descubrimiento de la verdad, aunque sea dolorosa, siempre trae paz y reconforta. Por fin, después de haberlo intentado antes, Ángel tendrá sus recuerdos buscados y podrá ver las caras de sus padres, los dibujos de sus hermanos… y hasta su propia ecografía. Todo un mundo al que aferrarse en el dolor por la familia perdida.
Un abrazo.
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