Son dos emociones totalmente opuestas y me confundía bastante sentirlas al mismo tiempo, hasta que logré diseccionar lo que me pasaba. Pero vayamos al comienzo.
Tenía diez años cuando conocí a mi Tío Paco, el ser más amado por mi madre, el tío que la cuidaba, divertía y consentía cuando ella era niña y vivían en una época muy feliz. Luego, con la Guerra Civil su mundo se trastocó y, a pesar de las cartas que siempre intercambiaron, no volvió a verlo hasta 24 años después, en otro país y en otra situación.
Así que mi madre nos transmitió a sus hijos su amor por ese ser maravilloso que, para mí, con todo lo que me habían contado, representaba el perfecto “bon vivant” donostiarra, amante de la buena vida y de los placeres sencillos, amante de disfrutar de todo lo que la vida pone a nuestro alcance. Divertido, siempre sonriente y de buen humor, buen cantor, comilón y buen bebedor.
¡Por fin iba a conocer al Tío Paco! ¡Y no me defraudó! Sus historias, sus viajes, los paseos por los rincones de nuestra amada Euskadi, todo lo contaba con tanto entusiasmo que hacía volar mi imaginación, recorriendo con él cada rincón, hablando con cada uno de sus amigos y divirtiéndome en cada aventura.
Fue la época en que yo decidí ampliar mis gustos gastronómicos, probando platos que él preparaba en casa y que, tal vez yo no hubiera probado en otras circunstancias. Así descubrí el exquisito sabor de los negrísimos Txipirones en su tinta o las extrañas Angulas que tenían más aspecto de lombrices que de plato rico.
Y, sobre todo el gusto sencillo pero especial de una rebanada de pan blanco con mucha miga, untada con mayonesa casera, una rodaja de huevo duro y con unos filetes de anchoas en aceite de oliva, aperitivo que me aficioné a comer con él, un ratito antes de la comida, mientras le ayudaba a terminar de preparar algún plato especial, o me ayudaba a poner la mesa para toda la familia. Era un momento que compartíamos los dos, el pintxo, el Cinzano Rosso y las risas fuertes, estentóreas. Era nuestro momento que disfrutábamos plenamente.
Pasaron los días. Mis tíos volvieron a su casa. Y volvimos a extrañar al Tío Paco, pero esta vez compartiendo el sentimiento de mi madre, que lloraba sin llorar y escribía largas cartas.
Llegó el caluroso verano y con él, llegaron nuestras vacaciones en la estancia San Ignacio de nuestro tío Pepe. La vida en el medio de la Patagonia argentina, tenía aires de libertad, de espacios muy amplios, de silencios y charlas, de aventuras y de gente a quienes queríamos. Entre ellos estaban tía Estela y tía Isabel. Una viuda y la otra soltera, las dos hermanas muy mayores pero activas. En realidad, aunque no eran nuestras tías, les habíamos otorgado el título perpetuo.
Aquel verano, las charlas se centraban en el viaje del tío Paco y sus andanzas. Y así fue como tía Estela se enteró de mi gusto por el pintxo al que mi tío me había aficionado y apareció, para darme gusto, con una latita de anchoas en aceite para que reviviera la costumbre. Ansiosa, preparé pintxos para que todos lo probaran. Y a todos les gustó. Bueno a todos menos… a mí.
Curiosamente, el gusto no era el mismo. Pensé que sería el tipo de pan, el aceite de las anchoas que no era de oliva, le di mil vueltas a lo que no tenía ni una. Y finalmente entendí que lo que me gustaba no era el bocadito, sino la experiencia de compartirlo con mi tío, entre risas y charlas, en ese instante mágico en que el resto del mundo desaparecía para que sólo quedáramos los dos.
Ese verano, entre latas de anchoas que tía Estela me traía día si y día también y que yo escondía en los estantes de la despensa, llegué a aborrecer las anchoas y su aceitoso sabor. No entendía cómo mi pintxo favorito se había convertido en lo más detestado, no entendía cómo había empezado a no soportar la voz de Estela y me iba al campo corriendo cada vez que la oía llegar.
No volví a ver al Tío Paco, murió antes de que yo pudiera viajar. Por mucho tiempo, no volví a comer el pintxo de anchoas. Ahora, cada vez que me lo preparo, cierro los ojos y estoy con él.
Con el tiempo descubrí que no sería la única vez que sintiera amor y odio, felicidad y tristeza al mismo tiempo, como si formaran parte de un mismo sentimiento., en una extraña ambivalencia emocional.


