Cuando mi padre llegó a Argentina, luego de haber pasado la guerra civil española, de haber sido herido, haber tenido que salir exiliado de su patria, sufrir campos de concentración en Francia, ser deportado a Alemania, escapar nuevamente a Francia y finalmente, después de enamorarse de la que sería su esposa para toda su vida, poder viajar a la tierra prometida para casarse y establecerse en el país de las oportunidades, una de las primeras cosas que hizo fue ir a conocer la pizzería más famosa de la ciudad.
Él no había probado nunca una pizza, en Euskal Herria en aquellos tiempos no se conocía la comida italiana. Pero sus nuevos amigos le habían hablado tanto de ese lugar, que cuando le invitaron, no quiso perder la oportunidad.
Las Cuartetas abrió sus puertas en 1932, en la famosa Avenida Corrientes 838 de la capital sudamericana, donde antes funcionaba una imprenta y gracias a los esfuerzos del vasco Luis Urcola y del catalán José Espinach. La pizza era de molde y había solamente de anchoas y napolitana. Recién en la década del 40 se empieza a utilizar la mozzarella. Las Cuartetas impuso la moda de comer porciones “de dorapa» (de pie), tomar moscato y de postre, sopa inglesa. A mediados de los 50, los empleados compraron el fondo de comercio y se hicieron cargo del negocio.
Pese al paso de los años, sigue estando en los primeros lugares de las preferencias de los amantes de la pizza. Una curiosidad, en su nombre se esconde una leyenda urbana. Según dicen, Alberto Vaccarezza, creador del sainete porteño y letrista de Carlos Gardel, siempre se sentaba en una de las mesas de esta pizzería a escribir sus cuartetas en las servilletas de papel. Así se llaman a las estrofas de cuatro versos de arte menor con rima consonante y así terminó siendo bautizado el local que despacha pizza al molde con abundante mozzarella dorada y mucha mística.
Las Cuartetas era similar en comida y decoración a cualquier pizzería porteña. Pero era más grande y, sobre todo, en una noche de fin de semana cuando los teatros de la calle Corrientes se vaciaban, mucho más bullicioso. El restaurante estaba lleno cuando llegaron y, después de que terminaron las funciones teatrales, la locura en Las Cuartetas ascendió a un nivel que apenas podía creer.
El local tenía dos zonas diferenciadas, en la primera se comía “de dorapa” o sentado en unos bancos con diminutas mesitas de mármol, situados en la pared derecha. Un corto pasillo permitía acceder al “Salón para familias”, con mesas y sillas como un restaurante normal. Ríos incesantes de personas fluían a través de las puertas, pasando por delante de ellos, dirigiéndose hacia la parte de atrás en busca de asientos.
Víctor no entendía dónde iban a parar, porque el restaurante ya estaba lleno cuando comenzó la inundación de gente. La única explicación que podía imaginar era que volvían a salir por una puerta en la parte de atrás. La fila de personas seguía pasando, como payasos enanos que se amontonan en el minúsculo automóvil de un circo.
La pizza le encantó. Lo que le horrorizó es que los mozos, muy elegantes con sus uniformes, tenían que lidiar con sus bandejas para llevar los pedidos a la parte trasera en medio del caos. Pero los que se quedaban como ellos, en la parte delantera, debían sacar un ticket pagando lo que iban a consumir y luego se tenían que acercar al mostrador para recoger los platos y bebidas. En el trayecto entre mostrador y los bancos, los platos se inclinaban y la mozzarella caliente que cubría las porciones, solía caer en hilos sobre la gente que se apelotonaba en el local.
Se prometió no comer nunca una pizza con muzzarella. No lo cumplió y volvió muchas veces a una de las mejores pizzerías de Buenos Aires.
Pero en realidad, la comida pasó a un segundo plano con respecto a la atmósfera dentro de Las Cuartetas. Todos los asientos estaban ocupados y la gente compartía mesas con desconocidos. Parejas y grupos de amigos masticando fugazzas junto a niños bebiendo Fanta, todos gritando para ser escuchados. La mayor parte de los gritos iban dirigidos al camarero.
Siempre nos lo pasamos de maravilla en Las Cuartetas, desde los tiempos de mi niñez hasta el día de hoy, en que cada viaje a mi ciudad me permite volver a acercarme a mi pizzería favorita y comer alguna porción con fainá, acompañada de una “birra” (cerveza) Quilmes. El local ha cambiado. Ahora hay mesas en la zona delantera, una terraza en la calle y las puertas son corredizas. Los teatros de la calle Corrientes no son tantos, ni se llenan de ansiosos por “la revista”.
Pero aún conserva los mármoles originales de sus mostradores y también el olor y el sabor de entonces, como una porción humeante de glamour y bohemia. La pizza grasosa y alejada de la vida healthy, es de lo más rico que existe.Me dirás que lo que me gusta es el recuerdo de los momentos compartidos y disfrutados en su interior. Tal vez, pero definitivamente os recomiendo una visita, especialmente cuando hay mucha gente. Si la idea de una comida poco saludable en un manicomio estridente lleno de argentinos gritando, te suena como un buen momento, no te decepcionará.
Mi primo Pedro me preguntó cómo es el postre «Sopa inglesa» y como supongo que habrá más de uno interesado en la receta, os cuento cómo se hace. Una capa de vainillas (soletillas) en una fuente de bordes altos. Embeberlas con un almíbar tibio. Colocar encima una capa de dulce de leche y otra de crema chantillí. Luego, otra capa de vainillas embebidas y crema pastelera. Agregar otra capa de vainillas embebidas y terminar con chantillí. Es gracioso, porque al escuchar «sopa» algunos piensan en sopa y no postre. ¡Ja Ja!
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