Biblioclastia fundamentalista

En Argentina, cuando se instauró el gobierno militar en marzo de 1976, además del horror que se cometió contra militantes y sus familias, miles de libros fueron prohibidos y quemados, señalando que ayudaban al adoctrinamiento comunista.

Esta misma práctica se había utilizado cuando en setiembre de 1973, Augusto Pinochet depuso con un golpe de Estado, el gobierno del socialista Salvador Allende en Chile. También se produjo, además de contra las personas, una persecución contra los libros.

En las décadas que han pasado desde entonces, hemos visto numerosas veces imágenes de uniformados destruyendo y quemando libros. Hoy os cuento la otra cara: una historia de cómo los libros fueron salvados de la hoguera y la destrucción, durante esos años oscuros.

En el ensayo “Desear, poseer, enloquecer”, el reconocido semiólogo italiano Umberto Eco, señala tres formas de biblioclastia o destrucción de libros: la biblioclastia fundamentalista, por negligencia o por interés.

«El biblioclasta fundamentalista no odia los libros como objeto, teme por su contenido y no quiere que otros los lean. Además de un criminal, es un loco, por el fanatismo que lo anima. La historia registra pocos casos extraordinarios de biblioclastia, como el incendio de la biblioteca de Alejandría o las hogueras nazis”. Y habría que agregar algo que poco se conoce: las dictaduras en Argentina, Chile y Uruguay. Se perseguían los libros, porque se perseguían las ideas y las personas.

Recuerdo aquellos días de 1976 y el miedo de mis padres por lo que pudiera pasarnos. No éramos una familia de activistas, pero estábamos imbuidos de conciencia social, me relacionaba con gente con ideas propias y, en mi amor por los libros, había logrado reunir una pequeña biblioteca de libros “peligrosos”, que cuidaba y leía en Ongui Etorry, la casa que la familia tenía en La Matanza. Una habitación para mí sola me había brindado la posibilidad de decorarla a mi gusto, con muebles que había reciclado, dibujos y sepias que me gustaba hacer, pósters, una cama, un escritorio, mis libros y mi independencia.

Esos últimos días antes de dejar de vernos, fueron muy pocas las reuniones con los amigos. Sólo algunas noticias, tristezas, nostalgias y la firme idea de esconder o destruir todo material que pudiera dar pie a la encarcelación. Nos enseñaron cómo camuflar los libros, les cortábamos la portada con mucha delicadeza para evitar dañar el lomo y después le pegábamos una portada inofensiva, que había sido retirada de igual forma, de un libro menos peligroso.

Los jóvenes, todos los jóvenes, éramos el principal objetivo. No sólo había listas de personas presuntos terroristas, había listas de más de 125 libros considerados “subversivos”, que estaban en contra de los “valores nacionales” que quería promover el proceso de reorganización de la junta cívico militar. Hubo una especial persecución de los libros infantiles. Por ejemplo, el libro de cuentos “Un elefante ocupa mucho espacio”, de Elsa Bornemann, el “Petit prince” de Antoine de Saint Exupery o «Torre de cubos», de la escritora Laura Devetach, que se prohibió mediante decreto en el que se señalaba que su contenido “de fantasía ilimitada” podía ser nocivo para los niños.

Hubo quemas de libros. La mayor parte de mis libros fueron a parar a la hoguera. Yo misma los quemé entre lágrimas. En mi autocensura, fueron pocos los que escondí. La seguridad de mi familia era más importante.

Sin embargo, hubo personas que tuvieron la valentía de preservar algo que creían era algo más que un libro. Salomón Guerchunoff vivía con su esposa Eva Maltz y sus 5 hijos en una casa ubicada en el barrio Parque Vélez Sarsfield de Córdoba, capital de la provincia del mismo nombre, en Argentina. Era un reconocido militante del Partido Comunista y un colaborador del movimiento sindical en la ciudad, por lo que tenía una biblioteca que era acorde a ese pensamiento.

Unos años antes del golpe militar, Salomón había repartido sus libros más incriminatorios entre varios amigos para sortear los allanamientos que ya se producían regularmente. Pero cuando ocurrió el golpe, se dio cuenta de la gravedad de lo que estaba pasando y pensó en esconder sus libros para evitarles problemas a los amigos.

Meses antes de ese marzo de 1976, Salomón y Eva habían decidido remodelar la casa, así que aprovecharon los materiales de construcción sobrantes para esconder la mayoría de los libros en el interior de los muros del dormitorio principal.

Metieron todo tipo de libros, de literatura política, sobre Marx, Engels, pero también de César Vallejo y uno de los ejemplares más preciado de Salomón: una cartilla de cuatro hojas con dos odas de Pablo Neruda: a la pantera negra y a la mariposa. En la parte trasera, un autógrafo con la inconfundible tinta verde que solía utilizar el Premio Nobel chileno: “Para Guerchunoff. Su amigo, Pablo”.

Eva, que era arquitecta, se encargó de tapiar el muro y terminar todo con prolijidad de cirujana, para evitar que se notara que en esa superficie se había abierto un agujero. Menos de un año después, en mayo de 1977, los militares se llevaron a su marido. Lo enviaron a La Perla, que después sería conocido como un centro clandestino de torturas. Allí pasó cinco años. Al quedarse sola y siendo esposa de un sindicado por el gobierno, Eva no pudo sostenerse y se vio obligada a malvender la casa.

En los años siguiente, Eva y los cinco hijos vivieron como pudieron en diferentes sitios. En 1982, Salomón fue liberado y lo primero que hizo fue acercarse al nuevo dueño de la casa, para que le diera permiso para romper la pared y sacar sus libros.

Pero el hombre se negó a dejarlo entrar. “Entonces mi papá, frustrado, nos dio una orden a todos: Nos olvidamos de los libros. Acá cerramos esa historia”, cuenta Ana, la hija mayor. Él a menudo se acordaba de sus odas de Neruda y no podía evitar referirse a la casa de “ese señor”.

Eva murió en 1994 y Salomón, en 2002. Nora y Beatriz se marcharon a Israel y Ana, Luis y Roberto formaron familia y se instalaron en distintos lugares de Córdoba. Nunca más volvieron a la casa.

En 2008, mientras Ana visitaba una oficina en el centro de la ciudad, como parte de su trabajo en el Ministerio de Justicia, se le acercó una mujer que le pidió hablar en privado. “Me preguntó si yo era Ana Guerchunoff, la de la casa de los libros perdidos. Yo me quedé muda, y pensé ¡Claro, los libros de papá!”.

La mujer, que era inquilina de la casa desde hacía un par de años, le contó que en el barrio se había corrido el rumor de que dentro de los muros había libros. “Me dijo que era como un fantasma y que para ella era muy difícil vivir en una casa donde sabía que había una biblioteca metida en la pared”.

Le dijo también que iban a abrirla y que tenían que sacar los libros lo más pronto posible, antes de que se enterara el dueño, que era el mismo que le había negado la entrada a Salomón. El albañil dio dos golpes con el cincel y abrió un hueco en la pared de ladrillos secos. Y ellos vieron el prodigio a través de la perforación. Los libros estaban intactos, legibles, como si los hubieran puesto allí el día anterior y no 30 años antes. Los libros y el documento de Neruda, claro.

Los tres hermanos presentes pensaron que sólo iban a encontrar fragmentos de lo que habían dejado y, como aquella vez que salieron de la casa tres décadas atrás, se tuvieron que llevar los libros en sábanas.

Conocí el caso de la familia Guerchunoff, a través de un artículo de Alfredo Millán Valencia, enviado especial de la BBC News a Chile y Argentina

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

2 comentarios sobre “Biblioclastia fundamentalista

  1. Buenos días, Marlen.
    Increíble y preciosa historia de amor a los libros.
    Es curioso que estas situaciones se presenten de forma constante, e indecente, una y otra vez en nuestra historia. De aquí se denota la peligrosidad, e importancia, de la lectura.
    Creo que fue Ray Bradbury el que dijo que «peor que quemar los libros es no leerlos» y esto me ha recordado un artículo de Stephen King que leí hace poco y que traduce Óliver Mayorga en su web: https://lazonamuerta.substack.com/p/lo-que-asusta-a-stephen-king
    Hoy en día, de manera solapada y tolerada, se está permitiendo la censura de libros y cuentos populares a nuestros niños, con la falsa excusa de la protección de su moral. Con los yutubers, las redes sociales y la manipulación de los medios se aleja a los jóvenes de la lectura y se la cambian con otras ideas menos «peligrosas». Puede que actualmente no se quemen libros, pero se están llevando al olvido y el desprecio para satisfacción de nuestros gobernantes. Ya sabemos que una población poco leída o incluso analfabeta es la mejor de manipular.
    Dicen que se sigue leyendo, aunque se ha pasado del papel a las pantallas, pero yo, que soy un necio e impertinente cruzado de la lectura, que me empeño en recomendar y regalar libros en mi entorno, que me desespero ante el poco interés que consigo, dudo mucho de esa afirmación. Hoy solo se le presta atención a los titulares y los contenidos cortos y precisos, como los tweets. Los cuentos, las novelas, los libros en general son demasiado pesados y aburridos. Solo quedan algunas aldeas irreductibles en las escuelas, pero al ser lecturas obligadas atraen igual que una taza de puchero hirviendo en agosto.
    ¡Ay, libro de mi corazón!, ¿cuánta vida te queda?
    No sabía, Marlen, que tú también te habías visto inmersa en esa barbarie Biblioclastica. Pero claro, Argentina, como España, se vio sometida a esos salvajismos para controlar, no solo los cuerpos, también las mentes.
    Corren aguas a contracorriente en el mundo y en lugar de avanzar parece que retrocedamos sin freno. Son tan necesarios los libros para evitar esto que por eso se convierten en armas de peligrosidad manifiesta. Por eso es bueno luchar con ellos más que con las pistolas.
    Gracias por traernos estas historias que tanto nos abre las conciencias. ¡Espero!
    Un abrazo, amiga.

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    1. Buenos días Jose.
      ¡Qué buen artículo el de Stephen King! No lo había leído. Gracias. Me gusta eso de » asegúrate de decirles a los chicos que lo que se retira de las estanterías es probablemente lo que más necesitan saber. Eso hará que pierdan el culo por ir a una biblioteca pública o a una librería. Si se prohíbe un libro, los chicos lo leerán.» ¡Es cierto!
      En cuanto a las películas que pueden o no ver los niños, la primer película que vi en mi vida (tendría 4 ó 5 años), fue Bambi. Me llevó mi madre con una amiga y la mejor intención del mundo. Lloré y grité tanto, que tuvieron que sacarme del cine. Estoy absolutamente de acuerdo en que sean los padres o personas responsables que decidan lo que los niños pueden ver o no. Ni la escuela, ni un mandato de un ministerio, ni ningún psicólogo trasnochado. Los padres, asumiendo toda la responsabilidad, equivocándose a veces, pero aprendiendo ellos también. Se supone que son los que más conocen al niño, ¡pues a trabajar de padres!
      Una de las cosas que más me perturba y me enfada es que el gobierno, el director de la escuela o quien sea, se arrogue el derecho de censurar lo que puedo ver, oír o leer. Salvo en el caso de cosas ilegales (y cuidando el uso de esta palabrita, que también sirve para encubrir lo que no se quiere que salga a la luz), en lo demás, soy suficientemente inteligente y consciente para saber elegir y descartar. Ese es también un aprendizaje que, a lo largo del crecimiento, hay que adquirir y no suplantar.
      Eso es lo que siempre ocurre cuando se empieza a censurar: que se empieza con un libro y se sigue por personas, ideologías, países…
      Tenemos que hacer una pegatina con esta sabia frase: » Nadie me dice lo que tengo que leer; nadie me dice lo que puedo mirar.»
      Es cierto lo que dices: «Hoy solo se le presta atención a los titulares y los contenidos cortos y precisos, como los tweets». Cuando empecé a crear mi revista online «Cambalache», el hijo de unos amigos me dijo: «Pero eso no te lo va a leer nadie, a lo sumo uno o dos párrafos y ya está.» Ante mi asombro, sus padres no reaccionaron. Hoy, con 35, sigue sin apreciar la lectura. Supongo que usará los libros que le he regalado para nivelar la mesa.
      Por eso son/somos tan necesarios los necios e impertinentes cruzados de la lectura. Y los que luchan/luchamos contra la demonización y la censura de textos, películas, libros.
      Gracias a ti, Jose, por tus comentarios.
      Un gran abrazo amigo.

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