A aquellos que dieron su vida por la libertad de conciencia

Vuestra fue la historia.
Nuestra ha de ser la memoria.

«Mi pequeño homenaje con cariño a los ciudadanos de aquella República mutilada, que supieron aguantar el hambre del estómago y del corazón, guardando los sentimientos y la ilusión para trasmitirlo a los que tuvimos la dicha y suerte de escucharlo de sus bocas.

En este libro he intentado no sólo contar la historia de mi familia, sino recrear la manera en que esa gente, mi gente, mis antecesores, se ponían ante la vida y la enfrentaban aún en los peores momentos, manifestando una entereza moral y manteniendo una actitud digna, que provoca mi más profunda admiración. 

Europa como referente moral y centro de la civilización occidental, la educación, el comportamiento, el saber mantener la dignidad aún en los momentos más dramáticos, ese mundo que vivieron y del cual formaron parte mis abuelos, mis tíos y mis padres, se acaba. 

Ahora vendrá otro mundo, no sé cuál, uno regido por la feroz economía china, uno en el que se impongan los fanatismos religiosos o, con un poco de suerte, se abra paso un mundo en el que se produzca un renacimiento de los valores morales.

El capitalismo más duro aderezado por el amoldamiento a la comodidad y a lo poco o mucho que hemos conseguido y no queremos perder, nos ha hecho perder una disciplina moral que engrandecía a esas generaciones.

Tal vez tenga que ver con la forma en que aprendieron a enfrentar la existencia.

Ellos sabían que toda vida tiene un final, que en tu corta existencia te tocarán momentos de alegría, pero también de dolor y de muerte y eran conscientes de que todo acaba. Y por eso precisamente, vivían de una manera más digna, más serena, más lúcida.

Ya desde niños, no se les ahorraba la experiencia de la muerte y el sufrimiento, comprendiendo que por delante hay un camino duro. Y eso les hacía vivir de una manera más solidaria, dispuestos a pagar el precio de estar vivos.

Nuestras generaciones lo han olvidado, la comodidad, el confort, el tan mentado “estado del bienestar” nos han anestesiado, haciéndonos más vulnerables y egoístas, menos dispuestos a lo heroico.

Creemos que todo puede durar para siempre, la belleza, la juventud, el bienestar, la vida. Y en ese estúpido convencimiento, nos aferramos a la belleza, a la juventud, a las cosas materiales que hemos logrado acumular, intentando negar el paso del tiempo y la llegada de cualquier infortunio que puede trastocar nuestra felicidad.

La escritora Almudena Grandes hablaba de los besos en el pan, una costumbre que me enseñó mi abuela Memé, la María del Pilar de este libro.

Cuando se caía un trozo de pan al suelo, había que recogerlo y darle un beso antes de devolverlo a la panera. Tanta hambre habían pasado en aquellos años, que era inadmisible el despilfarro.

Los niños que aprendimos a besar el pan, recordamos la herencia de un hambre desconocida para nosotros, esa utilización imaginativa de todo lo que sobraba, desde un vestido que se convertía en falda y top, un tornillo o un clavo que se guardaba para cuando hiciera falta, o el huevo batido que no se había usado después de empanar un trozo de merluza y se convertía en una tortillita por la que nos peleábamos.

Pero lo que no nos transmitieron fueron sus tristezas. Esas las guardaron para ellos y sus recuerdos.

Ni siquiera Franco, en los 37 años de feroz dictadura que siguieron a una guerra que él mismo provocó, logró evitar que sus enemigos prosperaran, que se enamoraran, formaran familias, tuvieran hijos, les transmitieran sus valores y fueran felices.

La rabia sí, esa nos la transmitieron, la rabia sorda de aquellos hombres, la de aquellas mujeres que en una sola vida habían acumulado desgracias suficientes para llenar varias vidas y que, sin embargo, seguían en pie como faros en medio de las tormentas.

Porque heredamos de nuestros padres y abuelos la rabia de no ver cumplidos los ideales, pero también el orgullo y la dignidad de luchar y trabajar por lo que creemos y por el futuro.

Habría que aclarar que no fue igual la situación que vivieron muchos de los hijos y nietos de los que se quedaron en España. A ellos les convencieron que el futuro consistía en olvidar todo lo que había ocurrido, que para lograr la democracia había que mirar hacia adelante, como si aquí no hubiera pasado nada. Y olvidando lo malo, también olvidaron lo bueno.

De pronto todos eran modernos, guapos, de buen vivir. ¿Para qué recordar la guerra, el hambre, los muertos, tanta miseria?

Y así, perdieron los vínculos con su propia tradición, con su pasado, y ahora, ante una nueva pobreza que nos asalta por sorpresa desde esa Europa que les iba a hacer tan ricos, se sienten inválidos y sin fuerzas para reaccionar.

Si los abuelos nos vieran, se morirían de risa y de pena, porque para ellos esto no sería una crisis, sino un leve contratiempo.»

Este texto está extractado del libro
"En busca de un tiempo olvidado",
de mi autoría, María Elena Larrayoz Aristeguieta
publicado en 2017.
Y está dedicado a la memoria de mi abuelo
Venancio Aristeguieta Azpiroz,
muerto hace 51 años el 30/04/1972,
en su destierro de Buenos Aires - Argentina.

Publicado por BlogTrujaman

Desconfío de aquellos autores, músicos, escritores que, escribiendo ficción, dicen no escribir sobre su propia vida. Al escribir, uno se va enredando en sus propios recuerdos y aparecen entremezclados en la obra. Es muy difícil que todo lo que cuentas le pase sólo a tus personajes. Detalles, pequeños gestos, lugares, contaminan lo que sale de tus manos y no puedes separarte de tus propias experiencias. A mí también me suele pasar. Por eso, en un momento dado, decidí escribir directamente sobre lo pensado y vivido en este planeta, en este viaje. O tal vez, el miedo a desaparecer sin dejar rastro, hizo que me decidiera a abrir la caja de mis recuerdos para contar sin filtro, instantes de un tiempo que no volverá.

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