Mi intención es simplemente acortar distancia con algunos exiliados de diferentes lugares del mundo, ver sus caras, conocer algo de ellos, de su “¿Por qué?”, hacerlos visibles por un segundo. Tal vez, de esa forma, te acuerdes de ellos antes de opinar sobre su deseo de vivir en tu país, que es su necesidad de sobrevivir; sobre que vienen a sacarnos el trabajo, un trabajo que no quieren hacer los autóctonos porque tienen la posibilidad de elegir otros; sobre por qué no se quedan en su país tranquilamente, sin pensar que están intentando salvarse y/o salvar a su familia de la guerra, del hambre, de la muerte. Piensa un segundo en qué harías tú en su lugar y recuerda su rostro.
La pandemia nos ha aislado de nuestros lazos sociales, nos ha impedido movernos y vivir libremente. Pero esta es una realidad habitual para las personas exiliadas, emigrantes indocumentados o solicitantes de asilo. Mientras aprovechamos la posibilidad de volver a movernos libremente, miles de personas saben que seguirán arrastrando la barrera de la distancia y el aislamiento. El refugio, o la falta de refugio, es más que nunca una cuestión política, y no tanto humanitaria.
Esta es la historia de Brian, contada hace 1 año. Un hondureño de 26 años, que pasó sus últimas navidades encerrado en un centro de detención para migrantes en Texas, Estados Unidos. No era eso lo que esperaba. Cuatro días atrás, el 21 de diciembre de 2019, trató de cruzar irregularmente la frontera a través de un punto ciego de Reynosa, Tamaulipas, México. Junto a él se encontraba su esposa, embarazada de ocho meses. Juntos abandonaron Tegucigalpa y juntos querían pedir asilo en el norte. Alguien les dijo que las autoridades ya no separaban familias y ellos quisieron creerlo. Su última despedida fue un adiós fugaz en medio de la noche, rodeados por agentes de la Patrulla Fronteriza que les gritaban en una mezcla de español e inglés antes de conducirlos, cada uno por su lado, a sus celdas. Desde entonces la pareja no se ha vuelto a abrazar. Ella se encuentra en Memphis, Tennessee, Estados Unidos, donde reside su madre. Él fue devuelto a Matamoros, Tamaulipas, México, unos mil kilómetros al sur.
Cuando puso un pie en las hieleras, (que es como se conoce a las celdas en las que las autoridades custodian a los migrantes) le dieron dos opciones. .-Me dijeron que podía ir a Guatemala o de regreso a Honduras. Les dije que no. A Honduras no puedo regresar. Y a Guatemala, ¿qué voy a hacer? Me dijo el agente que firmara que venía aquí a México. La familia de mi esposa tenía un abogado para nosotros y yo dije que no podía firmar algo sin el abogado presente. No firmé, pero me mandaron igual. A todos les pasó lo mismo. Sin nadie firmar, todos vinimos aquí.
Aunque el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, es el principal aliado de la Casa Blanca a la hora de impedir que los centroamericanos se acerquen a la frontera, Donald Trump desplegó una eficaz ofensiva diplomática para mover la frontera lo más al sur posible. En julio de 2019, Trump y el expresidente guatemalteco Jimmy Morales firmaron un acuerdo por el que Guatemala se convertía en “tercer país seguro”. A partir de entonces, solicitantes de asilo salvadoreños u hondureños podían ser expulsados allá para seguir su proceso. Como en Matamoros, pero a más de 2.000 kilómetros de la frontera. Y con el agravante de que ahí también operan el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha (MS-13).
Así que Brian tenía razón: ¿qué iba a hacer en Guatemala? Sobrevivía en una tienda de campaña en el campamento para solicitantes de asilo, que se levantaba a orillas del río Bravo. Un río en el que los niños ya no podían bañarse, porque el INM Instituto Nacional de Migración rodeó el perímetro con una valla. .- Esto parece cada vez más una cárcel al aire libre.
Ian, el hijo de ambos, nació a mediados de enero. Es ciudadano estadounidense. .-No conozco a mi hijo. Es mi único y primer hijo. No es justo. Se lamentaba, derrotado, el hondureño.
Tiene el pelo peinado hacia un lado con gomina, los ojos rasgados y una cuidada perilla. Su casa era una de esas tiendas para acampada fijada sobre la tierra y con una colchoneta en su interior que se desinflaba un día sí y otro también. Afuera había colocado varias banquetas en forma de cuadrado, techadas con cobijas que daban la sensación de una terraza entre los árboles. La vida en el campamento se había sofisticado. Y eso es un riesgo, porque implica permanencia. Nadie se instala en un lugar como este si no es pensando a corto plazo. Pero barrios más grandes en todo el mundo se construyeron así, con tiendas de campaña levantadas por refugiados. Cuando los primeros expulsados llegaron aquí en agosto de 2019, esta era una borda a orillas del río, pensada para evitar crecidas que pudieran amenazar a los habitantes de Matamoros. Pero cada vez eran más y no sabían cuánto tiempo estarían aquí. Así que empezaron a dormir en las tiendas de campaña que les llegaron desde colectivos solidarios de Estados Unidos.
Este era el campamento para solicitantes de asilo de Matamoros. El símbolo de la política de puertas cerradas de Donald Trump. En los tiempos de mayor afluencia llegaron a ser más de 2.500 personas procedentes de Honduras, Guatemala, El Salvador, Venezuela, Cuba y México. Después de seis meses con las fronteras cerradas por la pandemia de COVID, apenas superaban los 700, según los cálculos de Médicos Sin Fronteras, una de las pocas organizaciones que se quedó aquí cuando más lo necesitaban.
En diciembre 2019, cuando devolvieron a Brian a Matamoros, habían pasado nueve meses desde que se aplicó el programa llamado Quédate en México. Se trata de una ocurrencia de Trump para obligar a los solicitantes de asilo a esperar su cita con el juez en ciudades como Tijuana, Juárez, Nuevo Laredo o Matamoros. El sistema es el siguiente: en el momento en que una persona es atrapada cruzando de forma irregular hacia EEUU o se entrega ante la Patrulla Fronteriza para pedir protección, la devuelven a México. Desde ahí tiene que seguir el proceso. Cuando la llaman, algo que ocurre dos o tres veces en un año, cruza a Estados Unidos para declarar ante un funcionario, defender su caso y luego volver a esperar el veredicto al otro lado, en un lugar inhóspito en el que no conoce a nadie. Sólo cuando el juez determine que merece ser refugiado, y para eso pueden pasar años, entonces podrá establecerse en Estados Unidos. Así, personas como Brian, que huyen de ciudades violentas de países como Honduras, se ven atrapadas en ciudades igualmente violentas, pero en las que, además, carecen del apoyo de una red familiar. El muro de Trump se levanta con cemento o se construye con una telaraña de leyes que hacen la vida imposible a los que buscan protección.
Para eso sirve el denominado Protocolo de Protección a Migrantes. Desde que se puso en marcha en marzo de 2019, un total de 67.000 personas fueron devueltas a México para esperar una resolución a su caso al sur del Río Bravo. Primero su aplicación se limitó a Tijuana, convertida en ciudad simbólica porque allí desembocaron las caravanas de finales de 2018. Pero luego se extendió a toda la frontera. El campamento era sólo una pequeña representación de todos los que fueron expulsados. El resto tuvo otras opciones: algunos rentaron un cuarto y esperaban encerrados. Otros desistieron y regresaron a sus países. Los más angustiados pagaron por “rodear”, que significa ponerte en manos del crimen organizado y cruzar como ilegal. Por el trayecto se llega a pagar hasta 14.000 dólares.
La realidad más dramática es que existen muchas probabilidades de que toda la espera y el sacrificio no sirvan para nada. Los jueces de asilo en Estados Unidos son cada vez más estrictos y no basta con decir que te extorsionaron, que asesinaron a un familiar o que temes por tu vida. Por ejemplo: de los 41.552 hondureños cuyo caso ya fue resuelto por las cortes, 34.336 vieron cómo su petición se rechazaba. Es decir, fueron deportados al mismo lugar del que querían huir. Si luego alguien les pegó un tiro en la cabeza, no es problema del juez que firmó la orden de expulsión.
Brian ya se dejó 8.000 dólares por su primer intento desde Tegucigalpa, así que tenía que conformarse con aguantar entre tiendas de campaña. Marcharse de Honduras no fue una decisión meditada. Fue, más bien, una obligación. En Centroamérica uno puede preparar su ruta de escape o salir a la carrera. A la familia de Brian le tocó lo segundo.
.- Allá la marcha de nosotros no fue algo como voluntario. Tuvimos problemas con la mara. Algo que nos involucró. Nosotros, con mi esposa, nunca nos metimos en temas delictivos. Pero la familia de ella estaba involucrada en temas así y nos quería arrastrar a nosotros. Antes de que eso pasara, de que pasara algo malo, nos fuimos.
Brian baja la voz al hablar de lo que ocurrió o las razones que lo empujaron a marcharse. Aquí las paredes, aunque de plástico, también tienen orejas. El ambiente está enrarecido en el campamento. Tanto tiempo esperando juntos, hace que la sospecha sea un estado de ánimo.
En Honduras, en Guatemala, en El Salvador, la presencia de las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) está en el origen de un éxodo imparable. Ambas estructuras criminales operan también en el sur de México y Estados Unidos. Pero es en Centroamérica donde se hicieron fuertes, aprovechando la ausencia de Estado y las condiciones de posguerra, tras la Guerra contra el Narcotráfico. Llegaron, se establecieron, se multiplicaron. Ahora son las dueñas y señoras de muchas colonias en las que imponen su ley.
.- Dicen que prevenir es de sabios. Yo no iba a esperar a que pasara algo y ya que su mamá estaba en Estados Unidos, nos iba a apoyar —decía Brian—. Pasaron sucesos que ameritaban salir pronto. Tanto ella como yo pensábamos en nuestro hijo. Yo no venía a cruzar ilegal. Siempre venía a cruzar legalmente, no soy delincuente, no vengo huyendo porque deba algo.
Hay un punto de optimismo naif en las aspiraciones de estos nómadas. Puede que venga de la fuerte influencia de la religión evangélica en la región, pero existe una especie de moral aceptada. Si uno cumple las normas, encontrará su recompensa. En este caso, cruzar a Estados Unidos.
México sigue siendo un escenario de guerra sin trinchera. En 2019, el primer año con Andrés Manuel López Obrador al frente del Gobierno, más de 35.000 mexicanos fueron asesinados, con una tasa de 29 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. En Honduras la tasa es de 43 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Esos son los dos mundos en los que se vio obligado a transitar Brian, mientras buscaba algo de tranquilidad para su familia.
.- Desde que estábamos detenidos nos contaban muchas cosas sobre lo que ocurría en Matamoros. Nos dijeron que aquí te levantan (en México eso quiere decir que te secuestran), que es peligroso. Yo estaba muy asustado.
Es lógico su terror. Tamaulipas ha quedado en la memoria de los migrantes como uno de los lugares más peligrosos para cruzar al otro lado. El territorio en el que, si caes en las manos equivocadas, tu vida no vale nada. Apenas 140 kilómetros al sur está San Fernando, un pueblito desolado donde hace una década masacraron a 72 extranjeros. Aquella matanza se convirtió en el símbolo de la barbarie contra los migrantes.
.- Ahora el terror son los secuestros. Son una lotería. Le puede tocar a cualquiera. —Brian, por ejemplo, ha tenido suerte. Nunca fue capturado. Pero las historias de secuestros y violencia son habituales entre las tiendas de campaña.—
A día de hoy, setiembre de 2022, el INM (Instituto Nacional de Migración) por medio del Programa de Repatriación en los puntos de Matamoros, Nuevo Laredo y Reynosa ha recibido y apoyado a 24.271 mexicanos repatriados este año en curso. Además brindaron atención a 1.030 migrantes extranjeros para retornar a su país de origen. Se ocupan de brindarles orientación y alimentos, además de rescatar a los migrantes que quedan atrapados en los afluentes del río Bravo y muchas veces, mueren en el intento.
Los habitantes de Matamoros, han solicitado al gobierno local el retiro de la valla que albergaba al campamento de los migrantes centroamericanos que vivieron en el lugar esperando que les aceptaran su solicitud de asilo político en el consulado de los Estados Unidos. El predio junto a las márgenes del río Bravo quedó abandonado en su totalidad después de la salida de los centroamericanos hacia tierra estadounidense o deportados a sus países de origen. Donde un día existió vida migrante, sólo queda un cúmulo de basura apilada sobre rocas y un terreno dañado por el paso de los meses y del clima que ya hizo estragos en el lugar. De Brian y su familia, no sabemos nada.
Cualquiera de las vidas estancadas en estos campamentos simbolizan una etapa, la de la guerra contra el migrante, la del muro de mil formas, sea de piedra, sea agua o sea una valla.
Este texto forma parte de un artículo del periodista Alberto Pradilla y el fotógrafo Alejandro Cegarra, para la revista 5W








Buenos días, Marlen.
Increíbles estas historias, pero tan ciertas como la suerte que tenemos nosotros de nuestra situación.
Como bien dices, son más altas y más fuertes las vallas que ponen los políticos, que las físicas. Todos se sienten orgullosos de salvaguardar a sus países de la llegada de «indeseables», aunque en el fondo la misma sociedad lo consiente y así los califica. Solo son admitidos, entre aplausos, los «migrantes» que llegan en sus yates, los deportistas que harán ricos a sus clubes, los artistas que han conseguido fama con sus creaciones… Mientras, los que solo llevan a cuesta esperanzas e ilusiones se marchitan en campamentos de falsa salvación, cuando no hayan caído en el intento o en las redes mafiosas.
Mientras exista esto, somos un fracaso como sociedad.
Gracias por darles visibilidad a estos olvidados por la suerte y nuestra «civilización».
Un abrazo.
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Buenas tardes Jose.
Como verás, sigo con mi empeño de acortar distancia con algunos migrantes de diferentes lugares del mundo, conocer algo de ellos, hacerlos visibles por un segundo. Terribles historias que estrujan el corazón, historias de «indeseables» a quienes no queremos tener cerca porque son «peligrosos», porque son «terroristas», porque son «violentos». Mi violencia no cuenta, porque tiene razones lógicas.
Eso si, como bien dices, aplaudiré al que viene como crack del fútbol o de cualquier deporte, porque nos conviene, nos puede hacer triunfadores, campeones. O al que viene con fajos de billetes para comprar las propiedades más caras, porque nos conviene, impulsan la economía. O al que…
Pero entonces ¿cuál es la seña de identidad de los apestados? El buen talante, el ser una buena persona, trabajadora, honesta, o el estar forrado? ¡¡Triste balanza!!
Repito lo que dices, porque estoy totalmente de acuerdo: MIENTRAS EXISTA ESTO, SOMOS UN FRACASO COMO SOCIEDAD.
Gracias a ti Jose, por leer, por comentar, por repetir una y mil veces lo mismo, por poner cara a los excluidos de esta sociedad en la que somos los privilegiados. Tal vez simplemente por la suerte que hemos tenido, tal vez por arte de birlibirloque.
Un abrazo Amigo.
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